Por Hugo Borgna
“No te vayas te lo pido – de esta casa nuestra de donde hemos vivido – qué nostalgia te puedes llevar – si de la ventana no vemos el mar – y afuera llora la ciudad – tanta soledad”.
Para decirlo mediante un conjunto de flores adecuado a María Elena Walsh, habrá que destacar que Ramos Mejía es, para la provincia de Buenos Aires, una especie de puerta de entrada con pretensiones de ser ventana y luz. Un espacio que le permitió navegar a pesar de que no fue posible que un oleaje de fantasías pudiera hacerlo avanzar, sin tanta evocación, a lo que está a punto de perderse.
“Todo cansa todo pasa – y uno se arrepiente de estar en su casa – y de pronto se asoma a un rincón – a mirar con lástima su corazón – y afuera llora a ciudad – tanta soledad”.
Nació en una fecha donde parecería que es obligación no dejar pasar esa fecha y nacer. María Elena Walsh llegó al ámbito donde se sufre, se decide y se transcurre con la palabra “felicidad” cerca de la mirada pero no siempre permite ser tocada. Nació el 1 de febrero de 1930, en Ramos Mejía. Segundo mes del año y primero de una década. El destino limpio, casi sin usar, del tiempo. Su padre, Enrique, fue descendiente de ingleses, trabajaba en una empresa de ferrocarril. Tuvo una hermana, Susana.
“No te vayas - quédate – que ya estamos de vuelta de todo – y esta casa es nuestro modo – de ser”
En una familia de clase media que privilegiaba la cultura, aprendió a escribir a la edad de cinco años. Su primera “maestra” fue una vecina que advirtió su inquietud por aprender y fue maestra de hecho hasta que ingresó María Elena a la escuela oficial. En esa casa su padre desgranaba notas y cantaba y, al mismo tiempo estimulaba en ella el hábito de la lectura. Naturalmente el resultado de ese ambiente fue un crecimiento con amor en el arte y el deseo de protagonismo. La demás información de su historia está al alcance del público y de seguidores. Cumplió una carrera hacia arriba en logros y un compromiso humano de entrega total que llegó a decisivos ámbitos, protagonista principal donde también superó con inteligente ironía los obstáculos. Los mostró públicamente en sus obras hacia el público.
“Tantas charlas, tanta vida – tanto anochecer con olor a comida – son una eternidad familiar – que en un solo día no puede cambiar – y afuera llora la ciudad – tanta soledad”
¿Puede decir cualquiera de nosotros que ella padeció soledad? ¿Fue “El reino del revés” suficiente argumento para exhibir en canto y letra un mensaje tal vez no nacido en estos días, pero recién salido a la luz ¿Un niño al fin, sonoro, bien limpio y bañado?
“Esos muros, estas puertas – no son de mentiras, son el alma nuestra – Barco quieto, morada interior – que viviendo hicimos igual que el amor – y afuera llora la ciudad – tanta soledad”
Con solo repasar el arraigo que produjo su auténtica manera de ser en la sociedad, nos habría gustado percibir que debió ser como el punto de armonía que, si bien no endereza al mundo (“Juguemos en el mundo ahora que el diablo no está”), pone una señal visible, sin llegar a lo agresivo, y espera.
Nos queda degustar una tortuga con “su paso tan audaz”, un mono liso que no es un simio, una cigarra que siempre tuvo a su alcance, para respirar mejor, la extraña aseveración de que “el sol no tiene bolsillos”. Y la invitación permanente, amable y profunda, a tomar el té.
Y un pedido dirigido a un público que presenció, casi palpitó, en propio pocillo esa vida que sigue.
“No te vayas, quédate – que ya estamos de vuelta de todo – y esta casa es nuestro modo – de ser”