Por Guillermo Briggiler
En los últimos días, mientras Argentina intenta descifrar si finalmente inició un sendero de estabilidad o si sigue atrapada en su propio péndulo, ocurrió un hecho que pasó casi desapercibido más allá de las redes: la jura de los nuevos legisladores en el Congreso. No por el acto en sí, que debería ser formal, sobrio y republicano sino por la cantidad de consignas, dedicatorias y frases extravagantes que algunos eligieron pronunciar.
Cada uno juró por algo distinto. Por causas personales, por slogans de campaña, por consignas ideológicas, por pedidos sectoriales, por figuras políticas en problemas (condenadas en la Justicia) o incluso por gestos puramente performáticos.
Lo que podría parecer una anécdota aislada, en realidad abre una metáfora potente: la economía argentina se parece demasiado a esa jura desordenada, fragmentada, llena de mensajes sueltos y sin una dirección común.
Así como cada legislador juró por su causa específica, la economía argentina viene funcionando hace años bajo el mismo principio, pues cada sector empuja para su lado, cada actor defiende su propio interés, cada medida nace para calmar a un grupo puntual… y nadie jura por un proyecto común.
• Los sindicatos piden aumentos urgentes.
• Las empresas reclaman alivio impositivo.
• El Estado exige paciencia fiscal.
• Las provincias buscan fondos.
• Los jubilados esperan recomposición de sus haberes.
• Los consumidores piden que la inflación afloje de una vez.
Es el equivalente económico de una jura donde todos suben al estrado y dicen lo suyo, sin importar si el conjunto tiene sentido.
Argentina lleva décadas sin un objetivo compartido. Y como en esa ceremonia reciente, cada actor está más concentrado en dejar su frase para el aplauso propio que en construir un compromiso serio con el resto.
Lo que más llamó la atención de la jura no fueron los discursos, sino la pérdida de solemnidad.
Entre gritos, consignas y chicanas, la ceremonia —que debería transmitir estabilidad institucional— se pareció a un estadio de fútbol. Y nada genera más incertidumbre para los mercados y para la gente que la falta de solemnidad en las decisiones económicas.
• Cuando las reglas cambian con frecuencia.
• Cuando las leyes económicas se discuten como si fueran tuits.
• Cuando un plan no dura lo suficiente como para que madure.
• Cuando el Congreso actúa más como tribuna que como órgano deliberativo.
El resultado es el mismo: desconfianza, falta de previsibilidad, volatilidad, dólar inquieto, y empresas que prefieren esperar antes que invertir.
Es más, la jura revela un problema mayor: nadie quiere pagar el costo del orden. Ordenar una economía implica costos. Ajustes, reformas, negociaciones, consensos. Pero en la ceremonia de jura, quedó claro que la política prefiere el impacto simbólico antes que asumir compromisos difíciles. Lo mismo pasa con la economía:
• Todos quieren menos inflación, pero nadie quiere resignar privilegios.
• Todos piden estabilidad, pero nadie acepta reglas que lo afecten.
• Todos quieren crecimiento, pero nadie quiere discutir un plan a 10 años.
Una jura llena de consignas particulares es el espejo de una economía llena de intereses particulares.
La jura reciente dejó una postal que vale más que mil indicadores, una dirigencia que llega al cargo como si fuera un escenario propio, no un compromiso colectivo con sus votantes. Y esa idea explica gran parte del problema económico argentino, todos actúan como si la economía fuera un lugar para expresar identidades, intereses o audacias individuales, cuando lo que el país necesita es un acto solemne, simple y compartido. Una fórmula clara. Un objetivo común.
Y al final, la pregunta que queda flotando es inevitable: ¿qué pasa cuando se saca a Dios del juramento? La jura pierde peso, se vacía de espíritu y se convierte en un espectáculo lleno de frases ingeniosas, pero sin compromiso real.
Algo parecido ocurre con la economía cuando se la pretende ordenar sin un “fundamento moral”, sin un norte, sin una idea rectora que marque límites y responsabilidad. Si se quita a Dios -o, en términos laicos, un sentido de trascendencia, de verdad y de obligación ética- tanto la jura como la conducción económica se transforman en un ejercicio de improvisación permanente donde cada uno hace lo que quiere, promete lo que no piensa cumplir y toma decisiones guiado por el aplauso inmediato.
Y así, igual que un juramento vacío no forma legisladores sólidos, una economía sin valores termina siendo sólo un gran circo donde nadie se hace cargo de nada y siempre pagan los mismos.
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