“Somos una puerta a la vida” ese fue tal vez el eslogan más claro que propuso la Unión Cívica Radical, para resumir el espanto del que veníamos, y la esperanza a la que marchábamos los argentinos.
Es bueno reconocer que antes del 30 de octubre de 1983, durante los años sesenta, setenta y las dictaduras nacidas en 1966 y 1976 respectivamente, la Democracia no era valorada como camino a recorrer para alcanzar los objetivos de Libertad y Justicia que la mayoría del pueblo deseaba plasmar como objetivo de vida.
Se confundía lo urgente con lo importante, eso hacía que los impacientes recurrieran por derecha a los golpes de estado y por izquierda a tomar atajos a través de la violencia como acción política.
Todo era válido, se confirmaba la máxima de que el fin justifica los medios, no fueron años fáciles de comprender y mucho menos vivirlos, sobre todo los que estábamos comprometidos con el proyecto Nacional y Popular de la no violencia, proponiendo un accionar político pacifista pero militante.
CAPITULO
Un Capítulo de la historia. Así podrían definirse los hechos que comienzan con la elección del 30 de octubre de 1983 y por medio de la Unión Cívica Radical y de la mano de Raúl Alfonsín como presidente, entramos en el gobierno de transición que debía consolidar la devaluada Democracia. El hecho más impactante y que puso énfasis este gobierno naciente, es la ruptura con un largo pasado de impunidades y amnistías frente a las violaciones del estado de Derecho que jalonaron por lo menos cincuenta años de vida argentina, fue el de la manera en que se diseñó y puso en marcha una política de derechos humanos que fue ejemplificadora hacia el pasado, pero que a la vez pudiera hacerse cargo de sus consecuencias hacia el futuro.
No sé si curiosamente o como producto natural de una sociedad que es renuente para autoinculparse de sus deserciones, la bandera de los derechos humanos en la presidencia de Alfonsín, valorada en todo el mundo como un ejemplo con escasas (o ninguna) réplica, ha sido entre nosotros menoscabada, al punto que desde altas tribunas pudo insinuarse que en los veinte años de democracia nada se había hecho es este sentido -por lo cual, quienes desde el 2003 tomaban esa tarea en sus manos, lo hacían aparentemente desde la nada histórica-.
Esa operación de subestimar esta acción alcanza su cifra máxima al dejar como saldo del período 1983-1989 en materia de derechos humanos el desconocimiento de la CONADEP, el NUNCA MÁS y el inédito juicio y condena a las Juntas Militares, sino las leyes de punto final y de obediencia debida. En esa línea mentirosa y mal intencionada de razonamiento, esos instrumentos legales que acotaban el tiempo y el número de militares desfilando en los juzgados han sido equiparados al indulto dispuesto por Carlos Menem en una misma tradición de debilidades y traiciones.
CORAJE CIVICO
Pese a las diferencias abismales en lo político y moral de una y otra medida, muchos son todavía renuentes a reconocer lo que la historia seguramente enfatizará con el tiempo y ya lo hizo: que el período abierto en 1983 ha sido, en materia de derechos humanos, un jalón único y que ese mérito debe atribuirse al coraje cívico con que Alfonsín encaró la cuestión, mientras el candidato del justicialismo aprobaba la autoamnístía dictada ilegalmente por los militares del Proceso.
El camino elegido –por otra parte anunciado ya en la campaña electoral– implicaba la presencia de dos dimensiones: de un lado la referida al deslinde de los niveles de responsabilidad entre quienes dieron las órdenes, quienes las cumplieron y quienes se excedieron por interés personal o por mera crueldad. Por el otro, la necesidad de descubrir y reconstruir la verdad de lo sucedido para, una vez cumplida esa tarea que se reflejó en las estremecedoras páginas del Nunca más, proceder a la alternativa del juicio y del castigo a los violadores de los derechos humanos. Primero el conocimiento de la verdad para establecer la condena ética de la sociedad; luego, el rigor de la ley y el ejercicio de la justicia.
Esas dos dimensiones que la reconstrucción de la democracia exigía para tornarse creíble y posible, debieron cumplirse en el marco de situaciones difíciles producto de las reacciones de la Argentina corporativa que se negaba a aceptar las nuevas reglas de la democracia y del limitado margen de maniobra del nuevo gobierno. Alfonsín, con lujo de detalle describe la trama de esos momentos cruciales, años más tarde, en los que el cruce de los hostigamientos castrenses y sindicales -tres alzamientos militares: trece paros generales- llenaron de zozobra a la sociedad y pusieron en jaque a su economía, y en los cuales el peronismo, no supo jugar el papel de socio leal de la reconstrucción democrática, sino que, por el contrario -hábil como es en los tejidos corporativos-, exacerbó la competencia por el poder hasta que en 1989, en medio de un desmadre económico del que el triunfo de Carlos Menem no fue ajeno, consiguió su objetivo de tronchar el período presidencial.
AÑOS AGITADOS
Esos primeros años de la transición democrática que le tocó pilotear a Alfonsín trascurrieron así entre el tembladeral de los juicios por violación de los derechos humanos, la desobediencia militar para reprimir a los alzados en rebelión, la agitación sindical y el inicio de la crisis de la deuda externa que estallaría con violencia años después, pero que desde entonces ya obstaculizaba la recuperación económica, en un mundo, a diferencia del de hoy, de tasa de interés altas y de precios bajos para las materia primas.
Lo complicó aun más a partir de 1987, con el triunfo peronista en las elecciones intermedias, el gobierno fue perdiendo iniciativa política hasta su abandono prematuro del poder. Pero aun a los tropezones, el estado de Derecho se mantuvo en pie.
Raúl Alfonsín tuvo conciencia desde un principio de la fragilidad de la situación en la que debía desplegarse la voluntad política y moral por superar más de medio siglo de autoritarismos de diverso tipo. Y el tema de los derechos humanos violados resultaba crucial en esa tentativa de condenar el pasado sin poner en cuestión, nuevamente, al futuro.
¿Qué podía hacerse desde el Estado para reconstruir una nación destruida, pero en donde no se había producido una revolución? Es cierto que la salida del régimen dictatorial no había sido producto de un pacto cívico-militar como en otros países del continente en los que primó la ley del olvido, pero también lo era que el llamado Proceso había cesado luego de la implosión originada tras la catástrofe de Malvinas y no por obra de una inexistente rebelión popular.
Y se pregunta el ex presidente: “ han pasado muchos años y aún hoy me formulo la misma pregunta que daba vueltas en mi cabeza en aquel entonces: más allá de las consignas bienintencionadas, ¿alguien creía y aún cree seriamente que en ese tiempo, con una democracia que recién emergía luego de años de dictadura militar, era posible detener y juzgar a mil quinientos o dos mil oficiales en actividad de las Fuerzas Armadas?”. La respuesta es, para el sentido común, obvia, pero, sin embargo, hoy parecen tener más repercusión algunos gestos retóricos en un tiempo que ya no convoca riesgos, que aquella solitaria audacia democrática de haber juzgado y condenado, a las Juntas Militares responsables del terrorismo de Estado.
Por fin, vaya una consideración personal. Muchos de quienes componen mi generación descubrieron a partir del proceso iniciado en 1983, conmovidos por el rezo laico del Preámbulo, el valor de la democracia y del estado de Derecho que hasta entonces habían despreciado en nombre de otros ideales, sin advertir que no tenían por qué ser excluyentes. Fuimos hijos de la violencia y de la ilegalidad argentinas; en ellas se nutrieron y a ellas sirvieron hasta que el horror de la dictadura y del terrorismo de Estado, las prisiones, las torturas, las muertes y los exilios nos mostraron definitivamente el largo rostro cruel de nuestra historia y la necesidad de articular las viejas banderas sociales con los nuevos aires que a ellas podía proporcionarle la democracia. Más allá de consideraciones coyunturales, de comprensibles discrepancias sobre asuntos puntuales, de juicios que ya remiten al análisis histórico, sería imposible no reconocer en ese logro una enorme deuda con Raúl Alfonsín.