Entristece oír, en la Argentina actual, las discusiones políticas. La mayoría de ellas versa sobre el carácter (no las ideas, no la capacidad) de los dirigentes. Y se debate, con fogosa banalidad, lo que este declama en un discurso o aquel proclama en un tuit.
Mientras, la Argentina, falta de proyectos, sigue retrasando.
El ingreso de Colombia per cápita (11.572 dólares) es inferior al de Chile (15.415) y al de Uruguay (14.706).
El presidente de Colombia, Juan Manuel Santos, pregona que su país “superó a la Argentina en producto bruto”. Según él, “la economía colombiana es hoy la segunda más grande de Sudamérica, después de la brasileña”. No es un cálculo definitorio: Santos mide el PBI argentino en “dólares reales”, como él llama a los blue . Es que se ha hecho difícil medir la economía argentina: ni la cotización oficial ni la paralela reflejan la paridad peso-dólar que surgiría de un mercado libre.
En todo caso, lo notable es haber llegado a que Colombia nos dispute el segundo puesto.
A principios de los 80, la diferencia entre el PBI de uno y otro país parecía insuperable. En millones de dólares a valor presente, la Argentina tenía 209.031 y Colombia 46.382. Por entonces, nuestra economía era la Nº 1 de Sudamérica, bien arriba de la brasileña (148.915).
Todavía soñábamos con ser un país desarrollado. Sueño que ahora debemos retomar.
Para alcanzar el desarrollo hace falta un país de alta productividad y competitivo. La productividad crece cuando, con los mismos recursos, se aumenta la producción. La competitividad (trabalenguas que no tiene un sinónimo decente) se da cuando el país fabrica productos de demanda internacional, con igual o mayor calidad que otros y más baratos.
En nuestro caso, las semillas transgénicas y la siembra directa permitieron aumentar la productividad del agro, que hoy es competitivo, sobre todo en el mercado de la soja. Fue eso lo que nos hizo crecer en los últimos años.
Para que la Argentina entre al mundo de los países desarrollados, hace falta que la experiencia se traslade a sectores de la industria.
A veces nos consolamos viendo la crisis que está sufriendo Europa. Cuando hablamos de países nos cuesta entender algo que comprendemos bien cuando hablamos de personas: para un rico, tener problemas de dinero es una preocupación; para un pobre, es una tragedia. El rico que pierde un negocio a lo sumo reduce su fortuna; el pobre que no tiene empleo no sabe cómo alimentar a sus hijos.
Con los países ocurre algo similar. Los desarrollados también atraviesan momentos de crisis. Karl Marx pensó que esas penurias recurrentes terminarían con el capitalismo. Lord Keynes, que comprendió el fenómeno como nadie, nos enseñó que las crisis vienen y van, pero el sistema tiene, al menos en esos países, recursos para conjurarlas.
La Argentina, sin ser rica, logró conjurar la crisis de 2001-2002. Lo hizo gracias a aquel salto de productividad agrícola; pero también porque ganamos una lotería: al irrumpir China en el mercado mundial, se produjo un grandioso aumento de la demanda global de alimentos … y los precios de las materias primas, como la soja, se fueron a las nubes.
Duele que hayamos desperdiciado la consiguiente bonanza temporal, que debimos haber usado para hacer mucho más competitivo al país.
La competitividad no es la “fórmula” de un ex ministro argentino. Es una ley del capitalismo: sin competitividad no hay desarrollo. El problema es “cómo” lograr esa capacidad de producir más, mejor y barato. Para eso sí hace falta una fórmula, que hasta ahora no ha tenido gobierno alguno en los últimos años.
No se trata de devaluar por devaluar, con la esperanza de exportar más e importar menos. Eso es tan indeseable (y a corto plazo contraproducente) como hacer lo contrario, que consiste en abaratar el dólar para contener la inflación: lo que se hizo con la “tablita”, con el 1 a 1 y, en los últimos años, con un “dólar administrado”.
Tampoco se trata de reducir el salario real: un modo artificial e injusto de aumentar la productividad, ensayado entre nosotros por diversos gobiernos, con resultados invariablemente adversos. Abaratar artificialmente la mano de obra es –además de una inequidad social– un mal negocio. Las exportaciones podrán subir un poco, pero no tardarán en caer al mismo nivel o a uno más bajo que el anterior. Y no sólo eso: al disminuir el poder adquisitivo del salario, se debilitará la demanda interna. Un país de ingreso medio con 40 millones de habitantes no puede caer en la falsa disyuntiva: exportación o mercado interno.
La Argentina necesita una política exportadora, clara y agresiva, que no resigne el poderoso mercado interno.
Ni dólar caro ni dólar barato. Hace falta encontrar “el precio justo”. Es, por cierto, más fácil decirlo que conseguirlo. Pero es una tarea a la que no se debe renunciar nunca.
Claro que eso no basta hoy para relanzar a la Argentina.
Es necesario restablecer la seguridad jurídica, elevar la inversión de 21 a 27 puntos del producto, controlar la inflación, bajar o eliminar impuestos y retenciones, demoler barreras al comercio exterior, vincular fuertemente a la ciencia con la producción, desburocratizar la administración, desarrollar la enseñanza vocacional y elevar la calidad de nuestra empobrecida educación.
Es una tarea enorme. Algunas de esas necesidades entran en colisión: o se satisface una o se satisface otra. La contradicción debe resolverse mediante un orden de prioridades, metas sucesivas y plazos.
Eso se llama planear.
Y el planeamiento, para que su ejecución trascienda un período presidencial, reclama consensos. Hay cosas que sólo pueden hacerse con un fuerte apoyo político, y para alcanzarlo hay que dejar a un lado las banderías.
Esto es lo que debería estar discutiéndose hoy, a 1.054 días de tener un gobierno diferente.
(*) Este artículo fue publicado en Clarín el 20 de enero pasado, cuando era correcta la cantidad de 1.054 días. Hoy, son 1.045 días.