En agosto se cumplen 20 años de la reforma constitucional de 1994, la cual no fue sólo la más profunda sino la más democrática de nuestra historia, pues desde 1853 felizmente hubo pocas modificaciones de la carta magna argentina, siendo la más vieja de América Latina.
Desde entonces contamos con un instrumento que permite que la sociedad y el gobierno de turno cuenten con las herramientas necesarias para alcanzar el desarrollo, que desde ahora no es sólo económico como se decía en el S. XX sino “humano” como bien se entiende en nuestro siglo, precisamente desde la reforma de 1994.
El cambio ha sido profundo en cuanto a los derechos y las instituciones. Un cambio que no tiró por la borda lo anterior sino que lo complementa. Así, el ideario republicano-liberal de 1853 se ve enriquecido por la reforma social de 1957 y transformado con nuevas instituciones y el bloque de derechos humanos desde hace 20 años.
Un cambio tan profundo que aún no nos damos cuenta de su impacto en la vida diaria, no sólo en la forma en que el derecho en su conjunto se constituye. Es que desde hace 20 años el centro del sistema jurídico está sin dudas puesto en la Constitución Nacional, la que irradia su fuerza normativa a todo el conjunto de normas, sean estas nacionales, provinciales o municipales y por cierto también a las conductas privadas.
La reforma fue profunda en tanto tocó buena parte del texto originario: el sistema derechos, el poder legislativo, el poder ejecutivo, el poder judicial y los gobiernos de provincia, siendo el gran eje transformador el relativo a derechos humanos, atenuando en el nuevo texto el presidencialismo y fortaleciendo el federalismo.
Mucho se debatió antes, durante y luego de la reforma de 1994 en cuanto a la validez y alcance de la misma. 20 años después pocas dudas quedan sobre la calidad del nuevo texto, desde ya con las limitaciones propias de nuestra cultura política e institucional, situación que toca a cualquier texto jurídico.
Lamentablemente, ha quedado claro que 20 años después quienes más han incumplido con el programa constitucional fueron los oficialismos de turno –sobre todo en nación, aunque también en no pocas provincias y en menor medida algunos municipios-. El presidencialismo se profundizó en su ejercicio más allá de lo que dice el texto constitucional, pues desde el 2001 se gobierna a nivel nacional con una emergencia pública que se prorroga escandalosamente, lo que entre otras cosas pone en cabeza del presidente de turno poderes formidables que sólo se justificarían en tiempos de excepción.
En cuanto al federalismo, los embates nacionales se han agravado a nivel impositivo a tal punto que los niveles de coparticipación son los más bajos desde la apertura democrática, dejando de lado numerosas restricciones de otra índole que no son menores.
Como sociedad hemos avanzado pero aún queda mucho por hacer en la consolidación del programa constitucional, el que obliga tanto al Estado como al pueblo en su conjunto.
Un gobierno fuerte y limitado y una sociedad madura y responsable son el gran desafío que el plan constitucional de 1853 -remozado en 1957 y profundizado en 1994- nos pone por delante: “...la Constitución de un país es relevante en cuanto constituye su convención fundamental, que encierra un acuerdo a través del tiempo entre diversos grupos sociales acerca de cómo debe distribuirse el poder que monopoliza la coacción estatal y cuáles son los límites de ese poder frente a los individuos” (Nino, Carlos S., “Fundamentos de Derecho Constitucional”, 1992).