Por Luis Jorge Jalfen (*)
El título, al hablar de Occidente, no se refiere a un lugar geográfico, ni siquiera a una cultura; representa un modo de ser de las cosas. Ello implica que lo que habitualmente se considera Occidente -Europa, América Latina y América del Norte- en este momento se ha extendido a todo el planeta. Para comprender este modo de ser de las cosas conviene remontarse brevemente al nacimiento y al renacimiento de esa modalidad en dos momentos denominados históricos: Grecia y la Edad Moderna.
Con el pensamiento "griego" surge una noción de la realidad totalmente distinta de las imperantes en las mitologías existentes hasta ese momento (si lo pensamos desde la linealidad que nos propone la historiografía). Es fundamental el papel que en ese cambio del juego cumplen la filosofía y la matemática; entre ambas sientan el criterio de cientificidad. Sin embargo, el criterio científico se refuerza en lo que se conoce como Renacimiento, a partir de la matematización de las cualidades secundarias de los cuerpos. Esto implica la conversión de la matemática postpitagórica en física y en química, en matemática de las plenitudes. La matemática griega de la época clásica que, a través de la geometría y la aritmética era sólo formal, en la Edad Moderna -según E. Hussert- comienza a involucrarse en la lectura del sentido global de las cosas. Tanto la física como la química empiezan a matematizar el color, la densidad, el olor, el sonido, etcétera. Con ello nace la matemática de los cuerpos. Por eso con la aparición de la química y la física surge también la naturaleza (tal como nosotros la entendemos).
Lo que en el mundo griego era Neptuno, Artemisa o Zeus, no responde al concepto objetivista de naturaleza aportado por la perspectiva químico-física de la realidad. Es Renato Descartes -entre otros- quien levanta un acta (por decirio en términos jurídicos) de esa transformación de las cosas. Descartes presenta al mundo dividido en dos órdenes: el de la res cogitans y el de la res extensa. La res extensa representa el mundo de la Naturaleza, el llamado mundo de la materia. La res cogitans, por su parte, representa el mundo del sujeto pensante, el mundo del espíritu.
Esta división entre Naturaleza y psiquismo, entre cosa extensa y cosa pensante, o entre lo material y lo histórico, también es una novedad del Renacimiento. En el panorama de la teología medieval no tiene sentido hablar de una historia enfrentada a una Naturaleza.
El pensamiento cartesiano testimonia la partición del mundo en dos esferas de realidad. Si pensamos que ello se suma a la partición platónica, a partir de allí rigen en nuestra cultura una serie de dualidades tales como el cuerpo y el alma, la tierra y el cielo, lo profano y lo sagrado.
LO MATERIAL Y
LO ESPIRITUAL
Tenemos un mundo dividido entre lo material y lo espiritual. Las ciencias físico-químicas delinean para las cosas un rostro material que deja fuera de ellas cualquier idea simbólica. Se trata del imperio de lo atómico molecular regido fundamentalmente por una matemática del espacio-tiempo pretendidamente aséptica. Se trata del espacio y del tiempo formales, regentes del reino de la cantidad que han ocultado una dimensión cargada de significación que atraviesa lo numérico. Estas ciencias saben -o por lo menos así lo sostienen los epistemólogos- que trabajan con modelos hipotético-deductivos.
Sin embargo, en sus efectos desconocen que trabajan con hipótesis arbitrarias. Por ejemplo, todos tenemos relaciones con el saber de la medicina alopática (que tiene raíces físico-químicas) pero nuestra habitual idea de ella es que opera con la realidad y no con órdenes simbólicos.
Dijimos antes que Occidente es un modo de ser de la realidad: la separación de la Naturaleza y el espíritu. No tiene sentido esa división en las culturas mesoamericanas, ni en las tradiciones persas, hindú, china o japonesa. Pero actualmente tanto en Pekín como en Nueva Delhi, en Madagascar como en La Paz, en Toronto como en Sidney imperan los criterios científicos para comprender lo real. Dicho de otra manera, ese saber rige en la política, en la educación, en la salud, en la concepción del trabajo. Todas esas prácticas están impregnadas del criterio objetivista que acabo de exponer. Debido al crecimiento de este particular saber, se han ido anulando las singularidades regionales en favor del logocentrismo occidental.
Las culturas regionales o insulares que todavía quedan en América o África resultan absorbidas por este criterio universalista. Dentro de esa perspectiva general ha dominado un concepto del hombre inspirado en los mismos prejuicios dualistas del Renacimiento histórico. Esta idea de lo humano aflora claramente en la Revolución Francesa bajo el lema "libertad, igualdad y fraternidad" y ha sido sobre todo reivindicada por los movimientos socialistas de este siglo.
Así la Revolución Francesa se convierte en el modelo ideal a imitar identificándose con la civilización. Aquello que es diferente es negado y remitido al lugar de la barbarie. Sin posibilidades de ser diferentes siendo desde el nosotros, vivimos condenados a reproducir el paradigma europeo-occidental.
No se trata de negar el progreso científico - tecnológico, sino de incorporarlo desde nuestra particular situación histórica.
(*) Escritor y filósofo argentino. Este artículo es una colaboración de Paideia Libros.