Oriundo de una aldea perdida en las montañas, sin saber leer ni escribir, llegó mi abuelo inmigrante, a esta tierra argentina, trayendo un pequeño cofre dorado como todo concepto de equipaje.
Con su contenido se abrió paso en nuestro suelo, forjó su familia, su futuro. Lo guardó por siempre con celo y mucho cuidado. Y cuando algunos de sus hijos o sus nietos, tambaleaba en el sendero correcto de la vida, él lo abría casi sin darse cuenta y mostraba su interior como quien enarbola la bandera más preciada.
¿Qué cautivante piedra preciosa encerraba su misterio?
Con el correr de los años, curiosa y atrevida, logré destrabar su cerradura y llegué lentamente a conocer la verdad del sugestivo contenido.
Guardado con profundo celo, grabado en su genética ancestral, flameaba sonriente “la cultura”.
La cultura del trabajo.
Sobre ella trazó los movimientos de este circo infernal que es la vida. Con ella logró que los pilares de su hogar se mantuvieran firmes frente a los avatares de tormentas muy feroces. Con ella enseñó a sus descendientes lo maravilloso que es vivir con dignidad. La fascinación de servir día a día, la mesa contenedora y hogareña con el pan ganado con esfuerzo.
Hurgueteando impertinente en el transfondo, encontré asombrada que la “cultura del trabajo” escondía a medias en sus rincones, amigas muy precisas, insoslayables.
La cultura de la decencia.
—¡Claro! —me dije emocionada, comprendiendo—, no son virtudes, son actitudes normales que el abuelo enseña, posiblemente sin tener conciencia de ello. Porque ese es el sendero de la libertad y ¡hasta permite coquetear en su transcurso, con la felicidad que espera siempre ansiosa!
Alterada, captando paso a paso sus preciadas entrañas, continué explorándolo buscando una réplica a mi congoja.
Impulsada por el negativo sentimiento, abatida ante la realidad de la Argentina que transito, imaginé que allí se ocultaban las respuestas a mis angustiadas preguntas cotidianas.
¿Por qué vivimos aceptando lo desagradable cómo si fuera imposible mejorarlo?
¿Por qué permitimos que fallen jueces malos, dejando libres asesinos, pederastas, violadores?
¿Por qué consentimos que impere la “cultura de la vagancia” ausente en el cofre del abuelo?
¿Por qué nos encerramos tras las rejas, lloramos nuestros desaparecidos en manos de delincuentes que sonríen con sorna en nuestra espalda?
¿Por qué toleramos que imperen programas televisivos deformantes, que ocupan horas en las pantallas corruptoras que observamos en todos los hogares?
¿Por qué dejamos que “distraigan realidades” como otrora lo hicieron los invasores regalando espejitos de colores?
¿Por qué no hacemos valer nuestros derechos, a la salud, la educación y al trabajo?
¿Por qué fastidia tanto cuando los niños piden la moneda?
¿Por qué desviamos la mirada, indiferentes, frente al magro salario de los que laboraron toda una vida con esfuerzo?
¿Por qué permanecemos impasibles ante las cifras del censo 2010 que nos mostraron el crecimiento de las villas ó asentamientos?
Apabullada, con el firme convencimiento de mi imposibilidad frente a la barbarie, de mis brazos impotentes ante tanta injusticia, recurrí resquebrajada al viejo cofre. Seguramente el abuelo no habría olvidado entre sus preciados tesoros la cultura de la resignación. El sabría cómo vivir con ella.
Busqué ansiosa como nunca, sin olvidar ningún recodo. Frenética revisé una y mil veces.
Poco a poco fui incorporando el tácito mensaje del viejo sabio analfabeto.
La cultura de la resignación no figuraba en sus planes de vida. No se hallaba en su cofre, simplemente porque jamás había sido considerada.
En su lugar quedaron encendidas la cultura de la fuerza, el coraje vencedor de viejos miedos, la fe en forjar el futuro de los hijos, la rectitud, el emblema de la frente siempre alta.
Cerré el cofre, el camino se aclaraba.
(*) Desde Rosario.