“Es una decisión difícil pero creo que el precio vale la pena pagarlo” (“This is a very hard choice, but we think the price is worth it”). Las palabras pertenecen a Madeleine Albright, ex - embajadora de EE.UU. ante las Naciones Unidas entre 1993 y 1997, primer gobierno de Bill Clinton. Las pronunció en 1996, en un programa de televisión de su país y en respuesta a la pregunta del conductor, Lesley Stahl, que tomaba en cuenta un informe de Unicef: ”Hemos oído decir que en Irak han muerto medio millón de niños. Más que en Hiroshima. ¿Vale la pena pagar ese precio?”.
Desde la fría y deshumanizada concepción del poder instrumentador de los hechos, valía, evidentemente, porque el objetivo último, el petróleo, lo justificaba. El costo en vidas inocentes era una consecuencia inevitable. Se trataba, simplemente, de daños colaterales imposibles de preveer en los planes operativos. Es claro, una bomba de racimo no diferencia entre combatientes y civiles, fue concebida sólo para abatir, reducir, humillar, desarmar. En todo caso, los niños estaban ahí, casualmente, al momento del estallido; y también sus madres y los ancianos que perecieron. Era, el artefacto, un recurso accesorio extremo en una planificación que incluía el ahogo del bloqueo que negaba alimentos y medicinas y sometía por sus efectos directos.
La ONG “Salven a los niños” (Save the children) refería entonces, en un informe, que desde la primera guerra del Golfo en 1990, y hasta 2005, el índice de mortalidad infantil en Irak había aumentado en un 150 por ciento para niños de menos de cinco años. El letal saldo dejado por bombas, hambre y enfermedades, fue la consumación de los “fines humanitarios” invocados como razón de las operaciones militares coalicionistas encaminadas a terminar con el régimen de Saddam Hussein.
Los niños de Irak son, también, los niños que en el mundo, diariamente, minuto a minuto, mueren o padecen en otros conflictos armados; son los abusados diversamente, los que sucumben por enfermedades que la pobreza extrema y el desamparo convirtieron en endémicas, o simplemente por hambre, por aguas contaminadas, sometidos por adicciones. Golpeados, abandonados, vagan en un escenario dominado por la violencia en todas sus formas y la ferocidad de los enfrentamientos por objetivos económicos y políticos. El todo vale imperante en las acciones supone que, inevitablemente, como bien lo saben los artífices de los conflictos, habrá un costo en vidas, en sufrimiento y destrucción. No son otra cosa que crímenes de lesa humanidad que nunca llegan a tribunal alguno en procura de justiciera reparación. La explicación de la señora Albright es por demás concluyente.
Niños y mercados existen, son conocidos los fines y modos operativos de las organizaciones que lucran con niños. No lo ignoran los gobiernos, sobran evidencias y fundada información estadística a nivel mundial sobre los efectos del accionar de estructuras delictivas cuya razón de ser es la explotación vil de menores. Instituciones oficiales, nacionales e internacionales reconocen la realidad y magnitudes de las problemáticas y acuerdan sobre métodos y formas de enfrentarlas, pero en los hechos los resultados son escasos. En paralelo, un frente de lucha cuasi solitario es el afrontado por organizaciones no gubernamentales, a través de programas de ayuda, educación y denuncia en un contexto de creciente profundización de los procesos en cuestión.
Gravita, sin duda, a favor de los explotadores, que las preocupaciones mayores de gobernantes y poderes influyentes prioricen otras cuestiones, como las de las libertades económicas hechas a medida y las transacciones financieras, que movilizan, entre otros, recursos provenientes del narcotráfico, el lavado de dinero, el contrabando de armas, etc. Todo eso sin olvidar las complicidades políticas, la corrupción de organismos de seguridad y los silencios que consienten la criminalidad. En ese marco las prioridades no contemplan las causales de los atropellos a la niñez. No importa la explotación infantil representada por el trabajo en condiciones de esclavitud obligada, o de sometimiento aceptado sin otro objetivo que el de sobrevivir. No interesa que sean víctimas del narcotráfico, que los arroja al delito y al consumo, que se los prostituya, se los reclute por la fuerza para formar en grupos armados. O que, horrendo en extremo, sirvan como “donantes forzados de órganos para el próspero mercado de trasplantes de Norteamérica”.
Pierre Galand, que suscribió esa denuncia(*), tendría conocimiento de ello. En su condición de directivo de la filial belga de Oxfam, una agrupación humanitaria internacional de lucha contra el hambre, integró el grupo de trabajo de las ONGs del Banco Mundial y de su consejo de iniciativas. En 1995 presentó su dimisión en desacuerdo con las políticas de la entidad financiera respecto de las cuestiones que eran razón de ser de las ONGs. En su denuncia pública acusó al Banco, entre otras cosas, de “condicionar su apoyo (a gobiernos) a la aplicación de las políticas de ajuste estructural”, calificándolas de “criminales desde el punto de vista social”, en consonancia con el FMI y el GATT. En su referencia al “mercado” de trasplantes aludía a la situación de la niñez en América Latina.
La violencia de las acciones en perjuicio de los más indefensos y débiles no reconoce límites. Sobran constancias de ello, así como es evidente la falta de interés de los factores de poder mundial para enfrentar el monstruoso y extendido panorama de hambre y sufrimiento expuesto que somete a considerable porción de la humanidad. No son éstos otra cosa que daños colaterales de un sistema que los produce. Para Pierre Galand, “un modelo ortodoxo de crecimiento basado en la competencia y no en la cooperación”.-
(*) . Texto disponible en Internet - Ver Pierre Galand..
VICENTE R. CEBALLOS