No hace muchos años, divisar un avión de propulsión a chorro surcando el cielo era todo un acontecimiento. Hoy es un hecho habitual. Sin embargo, muchos de nosotros no dejamos de sorprendernos de cómo el hombre ha logrado llegar tan alto. Lo cual es poco si lo comparamos con las máquinas lanzadas más allá de la estratósfera.
Estos son ejemplos de los tantísimos triunfos del conocimiento, posibles gracias a su transmisión y acumulación. Nunca es el mérito de una sola persona ni siquiera de un equipo, sino de la sumatoria y entrelazamiento progresivo y complejizado de muchos saberes a través del tiempo.
Hoy nuestra vida es, en muchos aspectos, notablemente mejor que la de las generaciones pasadas. Y esto fue factible en virtud del imprescindible papel de quienes comunicaron el conocimiento, haciendo posible perfeccionarlo y profundizarlo.
Se trata de una labor sustancialmente inmaterial, su fruto no resulta tangible de manera inmediata, como sí lo es para el carpintero cuando construye una mesa o para el arquitecto que ve materializarse los dibujos de su plano. El médico cura al enfermo y el colectivero traslada al pasajero. Pero el docente no puede palpar de ese mismo modo el producto de su trabajo. Su función es lograr el atesoramiento de un saber fragmentario y provisorio, el cual deberá resguardarse, complementarse y acrecentarse luego, a través de otras nociones, otras disciplinas, otros docentes, otros libros, más días, meses y años de estudio.
Hoy, Día Mundial de los Docentes, la UNESCO celebra la acción mancomunada de incontables partícipes de la construcción del conocimiento. No es poca cosa: el entretejido del proceso de enseñanza-aprendizaje es tan importante que, si no fuera por él, todavía estaríamos en las cavernas.