Notas de Opinión

El futuro humano

A principios de los ’90, un informe del Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) daba cuenta de las disparidades económicas mundiales, expuestas en los términos de la distribución de la actividad económica global. Según las referencias, el quinto más rico de la población mundial reunía el 84,7 % del PNB, 84,2% del comercio mundial (CM), 85,5% del ahorro interno (AI) y 85% de la inversión interna (II). A su vez, respecto del quinto más pobre los porcentajes correspondientes eran estos: 1,4% PNB, 0,9% CM, 0,7% AI y 0,9% II.

Las evidencias confirman el agravamiento del panorama representado por la creciente brecha entre los países desarrollados y los que oscilan entre un desarrollo condicionado y la mera existencia sin razón que la justifique. Es decir, la de aquellos abandonados a su suerte en la globalización económica instalada, que no reconoce límites en el embate apropiador que demuestra y ratifican desigualdades y prácticas corruptas.

Las consecuencias están a la vista pero nada perturba el ánimo de quienes deciden por sí sobre el destino de los humanos. Porque, en definitiva, es esto lo que está en juego, colocados, como están millones de seres, en la posición cierta de víctimas reales y/o potenciales de una trama cuyos hilos conductores nacen en tronos de precisos intereses coaligados. Es cosa más o menos conocida, y lo que resalta en los hechos es la debilidad de los estados-nación para sostener derechos soberanos en un escenario que conjuga la voluntad de las economías fuertes y la voracidad del sistema financiero, fuera de todo control. Es decir, esto último, lo definido como mercados financieros desatados, donde recala el producto de actividades criminales diversas que la corrupción sistémica posibilita.


ALGO DEBE CAMBIAR…

En el contexto abierto, la incertidumbre abre espacios a interrogantes sobre el futuro del sistema de relaciones económicas representado por el capitalismo, cuyas “verdades eternas”, crecimiento, pleno empleo, estabilidad financiera, aumento de los salarios reales, libertad de mercado, etc. “se han esfumado”, afirmaba casi dos décadas atrás el académico norteamericano en economía Lester Thurow. “Algo dentro del capitalismo ha cambiado para causar estos resultados”, manifestaba. Decía que la realidad conformada por el denominado “fin de la historia”, producido tras la caída del muro de Berlín y el derrumbe del régimen soviético, reclamaba una adaptación del capitalismo a las “nuevas circunstancias”. Desaparecido el comunismo, “¿qué les impide a las élites que manejan el sistema introducir los cambios necesarios para enfrentar un mundo diferente?", interrogaba.

Thurow denunciaba “la ideología del individualismo radical de gaste hoy y pague después, los déficits fiscales con gobiernos no interesados en el futuro”, el avance de la deslealtad en las prácticas económicas, etc., y se preguntaba si ausente la utopía, inmersa la humanidad en una economía global sin reglas, predominando el pensamiento que justifica la desigualdad del poder económico y el triunfo de los más aptos (y de los inescrupulosos, cabe agregar), “¿de dónde vendrán las visiones de una sociedad humana mejor?”.

Rasgos definitorios, estos, de una mecánica operativa que desgraciadamente se extiende en las relaciones de la sociedad. El todo vale es, claramente, pernicioso factor disgregador de una ya precaria cohesión de elementos basales de comunidades y estados. Es así que el retroceso de la ética, de la solidaridad, del respeto al derecho ajeno como regla rectora de la convivencia, da paso a repudiables formas antisociales que la cruda realidad expone a diario.


DIOS NO HA MUERTO…

El filósofo Giorgio Agamben, considerado como una de las mayores cabezas pensantes del mundo, califica con dureza al capitalismo, en el que ve una “religión implacable e irracional” que “no conoce ni redención ni tregua”. “Dios no ha muerto, se tornó dinero”, dice, y agrega: “El banco (…) asumió el lugar de la iglesia y de sus sacerdotes, y gobernando el crédito, incluso el crédito de los estados que dócilmente abdicaron de su soberanía, manipula y administra la fe, la escasa, incierta confianza, que nuestro tiempo todavía trae consigo”.

Que el sistema necesita cambiar, y no poco, es cosa soslayada a la hora de considerar el por qué de los conflictos sociales y políticos existentes, que en medida generosa pasan por lo económico. A muchos de los “satisfechos”, al decir de Galbraith, que creen en la inmovilidad de su presente, los espanta el solo pensar en “tocar” el orden establecido; temen a eventuales totalitarismos expropiadores, sin advertir que la profundización del proceso de concentración de poder económico en marcha conduce a formas autoritarias fascistas, regladas conforme los fines de minorías selectas, a la que, quieran que no, terminarán sometidos. Ignoran, quizás, que el poder real en el mundo no los tiene en cuenta a la hora de tomar decisiones.

Nada, en realidad, diferente de lo históricamente conocido. Lo que realmente inquieta son las evidencias del desborde que cala en órdenes diversos. La inseguridad, el narcotráfico, la corrupción en todas sus variantes y niveles institucionales comprendidos, la inequidad en el trato social, la justicia prescindente, el descrédito de la política, constituyen el sustrato de un mundo predecible que se alza entre la indiferencia de los poderes y la indefensión de mayorías condenadas.

Es posible que se adjudique a estas líneas un tono apocalíptico o una intencionalidad equívoca. De lo que en verdad se trata es de proponer una revisión serena y desapasionada de la realidad en el intento de buscar respuesta al interrogante que pende sobre el destino humano. En todo caso, sobre su razón de ser.

Autor: Vicente R. Ceballos

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