Notas de Opinión

El Gringo y el Inglés


Por Edgardo Perett
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Como en cada mañana de todo el año, el Gringo “Gigella” Cremona se levantaba antes que el día y casi como en un rito tan sagrado como sacrílego abría las puertas de su despacho de bebidas, espacio social y comercial más conocido como “boliche”.
El invierno de esa jornada obligaba a tomar algunas precauciones allegadas al clima, pero no eran tantas; el sitio siempre estaba acorde a latir de otras temperaturas ajenas al espacio exterior o al almanaque, habitualmente dosificadas en vasos.
Pero era una fecha especial. Sacó del ropero la bandera y la colocó en la reja que daba a la plaza. Este sería el escenario de la jornada, de ese gran día. Ya había colaborado con el lechón que se utilizaría en el juego de la tarde y había mandado a uno de sus nietos a buscar la grasa que donaba el frigorífico de Fasoli para complementar el acto. El pobre bicho, asustado y muerto de miedo sería untado en grasa de faenados parientes y liberado en medio del público; el que lo atrapaba, se lo quedaba. Allí ya moriría de otra cosa.
También se había concretado el generoso aporte de chorizos (de producción propia) para la carrera de embolsados y el “palo enjabonado”, actividades que se llevaban el interés del público en la tarde.
También habría reparto de golosinas, o sea unos deliciosos “chupa-chupa” cedidos por la fábrica Marengo y una de las atracciones de la jornada: el “tiro al negro”. Este poco sutil entretenimiento consistía en la figura de madera de un morocho, debidamente decorada, con un agujero a la altura de la cara donde un voluntario (debidamente maquillado) exponía su rostro ante los disparos (3 en total) de los alegres ciudadanos que pagaban un ticket para arrojar una pelota confeccionada con trapos. El que acertaba los tres tiros se ganaba una botella de “Cinzano”.
Si bien tuvo relativo éxito en unos años, con el paso del tiempo fue perdiendo adeptos; algunos dicen que ya no había voluntarios para poner la cara por las míseras monedas que le daban, aunque historiadores más contemporáneos lo atribuyen al accionar del Inadi.
A las seis en punto, Bartolo Prunetto le metía mecha a las bombas de estruendo en medio de la plaza y despertaba a los que aún querían dormir. Esto no era para cualquier improvisado. El ritual se había cobrado varias víctimas en otro tiempo, desde Pedrín Colotto que probó las bombas la noche anterior para ver si funcionaban, y por cuya razón fuera indecorosamente desplazado de la tarea por “tumalín”, hasta el Gallego Peñalba que se olvidó de sacar la cabeza de la boca del mortero luego de encenderlo.
En su sepelio, los miembros de la vecinal fueron piadosos y atribuyeron la causa de la desgracia a su nefasta ansiedad. Aún por estos días, no se sabe qué pasó con la testa del “Gallego”.
Con todo el boliche en orden, “Gigella” se dedicó a mirar hacia afuera. En un rato llegarían las escuelas para el acto oficial, también las enfermeras, una delegación del hogar de huérfanos y otro del asilo de ancianos, aunque a este último grupo el invierno solía reducirle los asistentes. Igual, insistían en cumplir.
El Gringo se fue emocionando cuando miraba a todos esos chicos de guardapolvo blanco y se acordó de sus pagos, allá en el pueblo de Italia de nombre largo que un día lo vio partir a la soñada América.
Tampoco faltó la visita del párroco de la capilla del Hospital que pasaba a degustar una cañita, ofrecida por la dueña de casa (la nona) quien no dejaba de reclamarle una bendición.
“Gigella”, que era masón, se hacía el gil, pero todo el mundo sabía que la patrona, la que mandaba, tenía algunas propiedades bíblicas: por ejemplo, los 200 litros de vino de cada bordalesa, los convertía -sin más trámite- en unos 300.
Era muy difícil alcoholizarse en ese bar.
Al rato cayó el “Inglés” Anderson, quien montaba un caballo tobiano, vestía de alpargatas, bombachas de gaucho, chambergo y pañuelo rojo; agregando a su indumentaria una rastra de monedas y un facón en la cintura. En la mano, un talero “por si las moscas”, decía, aunque jamás se ha visto a nadie eliminar estos molestos bichos con este método.
Pocos imaginaban que Anderson era, efectivamente, inglés. Había nacido en la “Rubia Albion” y servido a su rey en la Guerra del 14, donde salió con vida, aunque el armisticio lo sorprendió en París junto a un camarada, ambos sin saber qué hacer. Él contaba que estaba en una plaza y vio el monumento al General San Martín, por eso decidieron emigrar hacia este distante sur.
Aquí se hizo criollo, de a caballo, de asado y cuero al sol. Todo un gaucho.
Cuando se juntaban con el Gringo, sólo cambiaban algunas palabras; prudente silencio de hombres sabios. Nadie recordaba su cuna lejana, ni había nostalgia por ello.
A la hora que el acto oficial izaba la bandera, salían a la vereda y la saludaban con unción, sacándose el sombrero y mirando al cielo.
Nunca faltaba una lágrima en ese místico momento.
Cree el escriba que su origen sólo era un dato, un sentido misterioso y lejano; los dos tipos sabían que jamás volverían al terruño, que aquí dejarían la semilla, pero no les importaba porque la consideraban propia.
Era 9 de Julio, la Fiesta de la Patria, y ellos ya eran argentinos.

(Dedicado a la querida memoria de Elda Massoni y Amílcar Torre, imborrables en su presencia).

Autor: REDACCION

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