El primer aniversario de la muerte de Néstor Kirchner fue ocasión para la multiplicación de propuestas destinadas a bautizar o rebautizar lugares públicos con su nombre. El fenómeno se inició mucho antes, todavía en vida del ex presidente, pero se intensificó después de su desaparición y sigue reproduciéndose todos los días. Este aluvión nominalista ha sido celebrado como una muestra del fervor que su figura despierta entre los seguidores y simpatizantes del partido en el poder, dispuestos a rendir así tributo colectivo a su referente máximo. Sin discutir esa interpretación, quisiera proponer una lectura menos indulgente.
La asignación de nombres propios a lugares públicos es el resultado de una convención muy generalizada en nuestras sociedades. A través de ellas, se busca evocar a figuras de trayectoria pública destacada y promover su incorporación a la memoria colectiva, a la vez que ofrecerles un reconocimiento social. Se trata, por lo tanto, de una cuestión muy delicada, pues la imposición de un nombre no es sólo un signo de distinción para la persona elegida, sino también un gesto político y una operación de memoria. En vista de ello, y para evitar que se convierta en un mecanismo de propaganda por parte de quienes ejercen el poder de turno, en muchos lugares sólo se permite usar nombres de personas ya fallecidas, cuya representatividad social se haya confirmado con el paso del tiempo. Así, por ejemplo, en la Ciudad de Buenos Aires, hay que esperar al menos diez años después de la muerte de una figura para poder aspirar a que su nombre se use en la nomenclatura urbana. Ello no elimina el carácter fuertemente político de la elección de los nombres, pero al menos le resta potencial de manipulación.
En el caso de Néstor Kirchner, no sólo su nombre se impuso a algunos espacios públicos antes de su muerte, sino que apenas falleció, se desató un sinfín de iniciativas en ese sentido. Ya se trate de decisiones tomadas desde arriba, por los funcionarios de gobierno, u originadas desde abajo por militantes o agrupaciones de base, siempre han sido auspiciadas, promovidas o directamente generadas por el Gobierno nacional o por los gobiernos provinciales o locales del mismo signo partidario. De esta manera, el kirchnerismo en el poder ha convertido la imposición del nombre de su mentor en un mecanismo de promoción, celebración y autocongratulación en una escala inédita.
En efecto, hay pocos antecedentes en la historia argentina de una celebración personalista de esta densidad. Si bien los momentos son muy diferentes, ella no puede sino recordarnos al primer peronismo, cuando los nombres de Perón y Evita se repetían en calles, provincias, hospitales, torneos, y un largo etcétera. Como parte de esa tradición política, el kirchnerismo reitera este rasgo, que puede a su vez relacionarse con otros propios de la misma tradición. Así, el personalismo constituye un aspecto decisivo de su forma de entender el poder, junto con la instauración de prácticas verticalistas de ejercicio de la autoridad. En ese marco, el culto personal al líder se alimenta también de la práctica nominalista. No estaría de más recordar que ella también caracterizó a otros gobiernos latinoamericanos, muchos de ellos de signo indudablemente autoritario.Pueden ser varias las intenciones políticas de esta práctica surgida al calor del oficialismo, pero sin duda la propaganda es una de ellas, así como la voracidad por ejercer su poder simbólico en todas y cada una de las actividades de la vida pública argentina. Seguramente habrá diferentes reacciones frente a ella, pero lo cierto es que incita a la polarización de la opinión política. En la medida en que se repite y multiplica un nombre propio, estrechamente vinculado al poder de turno, el espacio para otros nombres y otras voces se reduce hasta casi desaparecer, dejando escaso lugar para el pluralismo de la representación simbólica. De esta manera, en lugar de contribuir al homenaje a quien fuera presidente de la república y como tal merecedor de reconocimiento colectivo, este afán desmedido por imponer su nombre puede convertir su figura en apenas una herramienta de identificación partidaria y propaganda oficialista.
(*) La autora es historiadora. Publicado el domingo 20 en Perfil.