Por Raúl Vigini
Cuando uno de los alumnos del maestro de canto le obsequió el libro "El payador perseguido" dedicado por Roberto “Kolla” Chavero, la historia comenzó a desandar un nuevo capítulo. No era sencillo comprender a qué se debía ese gesto, esas palabras agregadas en la primera página, esa obra emblemática de un prestigioso autor y compositor de las “artes olvidadas” como solía decir don Atahualpa Yupanqui de su actividad.
La situación provocó una reflexión en el destinatario, que venía siendo yupanquiano desde su juventud, ya que no había visitado más aquel lugar enclavado en un paisaje inigualable con el Cerro Colorado del Departamento Tulumba, donde está instalada Agua Escondida, la casa de Héctor Roberto Chavero, el del seudónimo quichua, que interpretaba su guitarra con encordado inverso por ser zurdo nato.
Fue suficiente aquel pensamiento en voz alta de Antonio Fassi en una de las tantas charlas de mate amargo mantenidas esa tarde antes de intentar alguna clase de técnica vocal y tratar de afinar alguna zamba muy bien selecta de nuestra parte: “Nunca más fui a ese lugar”.
Pero sin los afectos cercanos no hubiera sido posible lograr una nueva visita al sitio donde hace cincuenta y cuatro años había llegado El loco de la volanta con sus tres equinos que llevaban el nombre de los países que pretendía visitar: las yeguas Argentina y Bolivia, y el caballo Perú para tener como destino previsto nada más y nada menos que la ciudadela de Machu Picchu.
Y allí es donde la generosidad familiar se sumó al periplo previsto para aportar un vehículo confortable y empezar a diseñar un traslado sencillo pero con la firmeza de que el tenor lírico nacido en Capilla Fassi hace casi ochenta y dos años pudiera recrear con su mirada otra vez ese lugar que había conocido cuya vivienda pudo ver gracias a la gentileza del cuidador que ese día se lo permitió.
Partimos al amanecer de este otoño y a media mañana arribamos al pueblo cordobés de Cerro Colorado, un lugar detenido en el tiempo, de calles arenosas, casas dispersas, población pequeña, pero que atesora historia, maravillas, generosidad, misterio en toda la región.
Entre tanta naturaleza imponente que conmueve y emociona, el camino sinuoso, frágil, angosto, exuberante, de pocos kilómetros agrestes, aparecen viviendas de todo tipo y edad a la vera del sendero izquierdo mientras a la derecha comienza a oírse el movimiento del agua transparente que el ahora pequeño río Los Tártagos le da al lugar un detalle inigualable para solaz y recreación de nuestras miradas. La cabaña de reciente construcción que nos alojó tenía en sus espaldas el bendito Cerro en ese momento cubierto de bruma que lo presentaba más enigmático que nunca. Y enfrente un cartel de madera donde indicaba que desde allí se podía llegar a la casa museo de Atahualpa Yupanqui que era nuestro destino previsto.
Sorteando curvas, irregularidades del terreno y descubriendo cada detalle de tanto para admirar arribamos a una planicie que nos presentaba adelante de nuestra mirada un imponente paredón de piedra interminable custodiado por un cono de capas geológicas donde cada color de la gama de los ocres le daba forma piramidal y redondeada que hubiera sido imposible creer que existe.
Pero allí mismo estaba la entrada al lugar donde aquel carruaje rural había arribado con sus esforzados de tracción a sangre.
Recibidos por Pilar, una muy joven guía puntana de gestos gentiles y sonrisa franca, ingresamos a la casa museo y escuchamos los primeros datos acerca de su propietario, a lo que casi imprudentemente pero con la necesidad que le imprimía nuestra ansiedad y emoción, interrumpimos para acotar algunos detalles que conocíamos con el maestro yupanquiano. Y casi la anulamos en su labor didáctica pero todo fue recibido de la manera más risueña. El entusiasmo de Antonio lo encontró recitando pasajes de Tiempo del hombre de Yupanqui. Allí comenzamos a detenernos en objetos personales de Atahualpa y su esposa Nenette (que como compositora de muchos de los temas de su esposo firmó como Pablo del Cerro). Homenajes y reconocimientos, indumentaria, instrumentos, manuscritos, documentos, su guitarra y su traje de gaucho, una sala con una docena de valijas apiladas que demostraban el desgaste por tantas idas y venidas en cada viaje por el país y el exterior para ocupar un escenario y ofrecer un recital.
El terreno irregular con más piedra como suelo que la propia tierra, permitió en algunos lugares que una frondosa arboleda ofrezca la sombra necesaria para poder descansar y admirar en una bajada al mismo río Los Tártagos que flanquea esa mole inanimada de vestigios milenarios y monumentales.
El almuerzo ya tenía quién lo ordene y las cazuelas esperaban para darle lugar a los higos y cayotes del postre, cuando vino a saludarnos Roberto, hijo de Atahualpa Yupanqui, quien había dedicado unas palabras afectuosas “Para el Antonio” como rezaba en el libro.
Momento inolvidable porque ambos se conocieron aunque los dos sabían de cada uno por intermediario cuya amistad lo permitió estos años.
Y fue que el propósito de la visita se dio naturalmente cuando el diálogo ameno, profundo, sabio, intenso, ocupó varias horas de la tarde en los que se oyó hablar de la música, el canto, la poesía, la composición, las versiones, las historias, las anécdotas, los detalles de temas conocidos, la majestuosidad del lugar. Como por ejemplo donde se despeñó El alazán. No faltaron los sonidos, no faltó el intercambio cultural. La vida de Roberto y de Antonio, las semejanzas y no tanto, las coincidencias y las diferencias. Una clase didáctica de cultura popular. Una admiración mutua.
Quedaron allí libros de rafaelinos -como El loco de la volanta- y discos de Remo Pignoni, así como publicaciones con las entrevistas que se incluyeron en el Suplemento Cultural “La Palabra” de La Opinión.
Como un resumen de la jornada que antes se había detenido en la visita al algarrobo sagrado que cobija en sendas lápidas rústicas con apenas unas iniciales grabadas rodeadas de un cantero de piedras para custodiar eternamente las cenizas del músico Atahualpa Yupanqui y del bailarín Santiago Ayala “El Chúcaro”.
El regreso a la casa donde nos alojamos para ganarle al atardecer lo hicimos con el pecho henchido. De felicidad y emoción. De asombro y agradecimiento.
Al día siguiente la mañana nos recibió con mucha niebla y llovizna que no impidió llegarnos hasta Tulumba, una villa reconocida a nivel mundial y elegida como mejor y más antiguo pueblo argentino. Donde la historia nacional tan rica en acontecimientos destacados allí se perfila como pocas y se detiene en sus calles de piedra, en sus faroles coloniales, en sus casas de adobe, en su iglesia de imponente retablo y en tanto más como nos relató el guía, especialista en incontables disciplinas pero que al final de la amena y profunda disertación, pudo saber que había un apellido Fassi en su familia política también. ¡Caramba, qué coincidencia!, como dice Les Luthiers. Eso ya fue demasiado para la adrenalina de Antonio, porque desde nuestra llegada a Rafaela, seguimos rumiando cada detalle del recorrido inolvidable. Más para el loco de la volanta que para los que lo acompañamos. Queda confirmado que hay que tener cuidado con lo que soñamos porque puede llegar a cumplirse. Y Antonio nunca dejará de recitarle a quien quiera escucharlo: “La partícula cósmica que navega en mi sangre es un mundo infinito de fuerzas siderales...” como escribió Atahualpa alguna vez.