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Historias inconclusas

Crédito: ARCHIVO

Por Rodolfo Zehnder *

La historia de los pueblos se nutre de realizaciones, pero también de utopías, sueños, ilusiones. Todo ello conforma el alma colectiva de un pueblo, y es lo que lo constituye como nación. Ambiciones, ilusiones, esperanzas, historia, ideales, frustraciones, valores… compartidos. Un proyecto de vida en común, inimitativo, singular, propio, siempre inconcluso. La homogeneidad propuesta por la globalización imperante no logra aniquilar las tendencias nacionalísticas, y por eso estas realidades –con sus fortalezas pero también cuestionamientos y debilidades, porque suelen profundizar conflictos- se abren por doquier y signan esta hora de la humanidad, azarosa e impredecible.

En ese marco y contexto, dos acontecimientos mueven a la reflexión, por ser ambos hitos y, de algún modo, elementos constituyentes; uno de ellos, de la argentinidad; el otro, de una “rafaelinidad” (permítaseme el atrevido pero definidor neologismo).

En el primer caso, Malvinas está tan adentrada en el alma nacional que no necesitaría mayor recordación, si no fuera porque para muchos jóvenes es algo tan distante que hasta no se lo considera un tema propio, o formando parte del ser nacional. Tierra irredenta, herida que sigue sin cicatrizar; ilusión, utopía o esperanza; necesidad perenne de reivindicación y de no caer en un fatal proceso de “desmalvinización”; memoria hecha jirones por la brutal realidad de una derrota por las armas; anhelo semi oculto que cada 2 de abril se exterioriza cual estertor; causa nacional; ejemplo del impiadoso aunque fatuo poder de los que más tienen; recuerdo de la innegable inferioridad frente al poderoso que todo lo contamina y todo lo puede: todo ello es Malvinas, y más.

Pero hoy centraremos nuestra reflexión en el otro fenómeno –también de algún modo constituyente- que se dio un 28 de febrero de 1971, aquí en nuestra patria chica.

Las 300 Indy Rafaela, llevadas a cabo ese día gris y de nubes amenazantes, se constituyó en el evento deportivo más significativo de Rafaela, la región, la provincia, y uno de los hitos memorables del automovilismo deportivo en nuestro país.

Por ello, y en orden a la construcción de la memoria colectiva, recordarlo se hace necesario.

La presencia de máquinas y pilotos de las legendarias 500 Millas de Indianápolis para disputar una carrera en Rafaela, recurrentemente estuvo en la mira, en la ilusión, en el deseo de las dirigencias del Club Atlético de Rafaela por muchas décadas. Si hoy es un club que prioriza –lamentablemente para muchos- al fútbol, resulta claro que el Club Atlético se hizo grande y conocido por el deporte automotor. Y con él, Rafaela cobró dimensión, también orgullosa de su historial deportivo automovilístico y de poseer el autódromo más veloz de Latinoamérica y uno de los más veloces del mundo, merced a su trazado de óvalo y dos grandes curvas peraltadas (el circuito de Indianápolis, que he recorrido de a pie, posee cuatro curvas y de menor peralte, y en teoría es menos veloz).

Resultaba claro, empero, que cobijar un sueño distaba de contar con la factibilidad de concretarlo. Pero hacia 1971, cierto grado de previsibilidad económica, junto a otras variables, y los asiduos contactos con gente de Indianápolis, determinaron la viabilidad del proyecto.

La meta fue alcanzada, no sin antes sortear muchas dificultades, no sólo económicas sino técnicas (hubo que efectuar sensibles mejoras al autódromo), y también las derivadas de la supina ignorancia que la mayoría de los medios y referentes del deporte automotor de Buenos Aires ejercieron (otro ejemplo del colonialismo interno que ejerce la metrópolis sobre el interior, desde la batalla de Pavón de 1861).

Cuando llegaron los dirigentes y corredores, descendidos en el aeropuerto de Paraná bajo estrictas normas de seguridad, (eran los tiempos de un gobierno de facto), se originó una caravana de decenas de automóviles, encabezada por el entonces intendente Muriel, quien conducía; yo a su lado, y en el asiento trasero el matrimonio Banks (directivo mayor de la USAC), cuya esposa se asombraba cada vez que veía guardias armados en el aeropuerto y uno que otro sulky transitando por las calles de Paraná. Desde Nuevo Torino a Rafaela, nada menos que 26 km, la gente se agolpó en las banquinas saludando el paso de la caravana. Nunca se vio nada igual por estos lares: tamaña movilización, espontaneidad, el vislumbrar que algo inédito y asombroso estaba por ocurrir: la probable concreción de una utopía.

Fueron días alucinantes, diez días de delirio total, nunca experimentado en Rafaela. Tuve a mi cargo, junto con Nenucho Kuschnir, la ímproba tarea de seleccionar a quienes oficiarían de intérpretes de la comitiva estadounidense, ignorantes por completo del idioma español; oficiando a toda hora, sin descanso, de traductores y acompañantes de sus directivos, familiares, pilotos, mecánicos.

La actividad deportiva comenzaba en el autódromo muy temprano, cerca de las 7. Los días se poblaban de gente. Tema obligado y excluyente en las charlas de café. Movimiento y luces encendidas hasta altas horas de la noche. Frenesí. Un toque mágico en un terruño habitado más bien por la tranquilidad y con algo de paso cansino que la territorialidad provinciana marcaba e imponía. Las noches se prolongaban en Aranjuez y en uno que otro baile carnavalesco, como en Boca Juniors, donde de pronto aparecieron-nunca se supo cómo- algunos corredores y mecánicos confraternizando con el público asistente y terminó con quien esto escribe en el escenario explicando y promocionando la carrera en ciernes, mientras la gente vivaba a los extranjeros, que no salían de su asombro. Surrealismo puro.

Debemos precisar el concepto de utopía. Etimológicamente, proviene del griego ou-topos: “ningún lugar” (no confundir con eu-topos, que significa “un buen lugar”, que suena igual). El diccionario de la Real Academia Española precisa el término, y se comprende por qué ambas raíces griegas tienen su razón de ser. Para la RAE, utopía es la “representación imaginativa de una sociedad futura de características favorecedoras del bien humano”. En su segunda acepción, es todo “Plan, proyecto, doctrina o sistema ideales que parecen de muy difícil realización”. Sería un término contrario a la “distopía”, que podríamos conceptualizar como toda ficción de una realidad futura de características negativas causantes de la alienación humana.

Fue Santo Tomás Moro quien inspiró para las ciencias sociales la acuñación del término, a partir de su famoso libro “Librillo (libelo) verdaderamente dorado, no menos beneficioso que entretenido, sobre el mejor estado de una república y sobre la nueva isla de Utopía”, publicado en 1516. Moro era un laico católico al servicio del rey Enrique VIII, quien incluso lo nombró Canciller en 1529. Moro, gran consejero del monarca, cae en desgracia cuando se opuso a la separación de Enrique VIII de la Iglesia Católica, la cual no consentía su anhelada anulación de su matrimonio con Catalina de Aragón, nulidad que pretendía pues ésta no le había dado un hijo varón, y entonces el monarca pretendía dejar sin efecto ese matrimonio para poder casarse válidamente con Ana Bolena (siempre en busca de un hijo varón, anhelo que tampoco cumplió esta última). Moro, coherente con sus principios, se negó entonces a firmar el “Juramento de Supremacía”, que colocaba al rey como cabeza de la nueva iglesia, con poder equiparable al del Papa. A pesar de la insistencia y ruego del monarca, Moro se mantuvo fiel a sus principios, obedeciendo a Dios antes que al rey (es ineludible la referencia a la tragedia griega “Antígona”, de Sófocles), por lo que fue decapitado, y convertido en santo tiempo después, tanto para el catolicismo como para el anglicanismo.

En su libro, conocido como “Utopía”, Moro planteaba una existencia ficticia en una isla también irreal, donde los valores y principios que hacían a la dignidad y felicidad humanas se veían concretados, superando la época de ese entonces, caracterizada por odios, supremacía de los ricos sobre los pobres, injusticia, escándalos y corrupción (toda similitud con la época actual queda a su exclusivo criterio, amigo lector). Es así que el término utopía pasó a connotar un proyecto deseable pero irrealizable, algo quimérico, fabuloso, ilusorio, una representación de lo que se quiere construir pero que nunca se concretará.

Está claro que vivimos en una época donde las utopías casi no tienen lugar. El hombre posmoderno las desdeña, porque en definitiva la palabra misma connota un tiempo futuro, y para la posmodernidad la única realidad es el tiempo presente (hasta se desvaloriza el pasado). Actitud inmanentista, desprovista de toda trascendencia.

No obstante ello, está claro que en la historia de los pueblos se agita y excita la ilusión, superadora de la utopía. La ilusión no es otra cosa que la esperanza cuyo cumplimiento luce especialmente atractivo. Y las utopías, como las ilusiones, son fuente de inspiración y de esperanza para construir un mundo mejor.

De la esperanza, sobre la que tanto se ha escrito, cabe remarcar esto. Cuando le preguntaron al filósofo francés Charles-Pierre Péguy (1873-1914) cuál de las tres virtudes teologales prefería (fe, esperanza y caridad-amor), sin menoscabar en modo alguno a las otras, sin dudar eligió la esperanza, porque es la que da vida, mueve y alienta a las otras dos, y sin la cual éstas carecerían ontológicamente de sentido.

Los hacedores atletiquenses –todos apasionados por el automovilismo, y que tanto se extrañan- que concretaron las 300 Indy en 1971, se movieron con una ilusión, que motorizó la esperanza.

Había razones para no ser demasiado “utópicos”, en la connotación tan fatalista del término. En medio de un contexto de relativa estabilidad económica-financiera y del dólar; de un costo de traslado de hombres y máquinas desde Estados Unidos (primera vez que esa categoría salía al exterior) no exagerado; de reformas necesarias al autódromo pero no excesivamente onerosas; de confianza en la cantidad de personas que asistiría al espectáculo para así cubrir los costos: elementos casi todos objetivos que, sumados al inclaudicable empuje, tesón y decisión de los dirigentes (de cuyos nombres no quiero acordarme, parafraseando a Cervantes, sólo para no caer en injustas omisiones), el proyecto parecía alcanzable.

Cuando terminó, y el lunes la ciudad retornó perezosamente a su ritmo habitual y a su modorra existencial, y comenzaron las evaluaciones, se advirtió que no todo había resultado como lo planeado y esperado. Y hubo mucho que pagar después: los números no cerraron, y los errores cometidos -de buena fe, de algún modo inevitables- fruto de cierta improvisación, pasaron su factura.

Pero estéril resultaría detenerse sólo en el plano económico para evaluar los hechos y sus consecuencias. Y la gesta merece ser recordada como un hito en la historia de Rafaela, llevado a cabo por personas comunes, no semidioses ni nada parecido, sino por gente que tenía objetivos, metas, legítimas ambiciones, orgullo de pertenencia, coraje. Coraje que a veces hace falta. Permítaseme una extrapolación en cierto modo indebida, pero no puedo dejar de recordar la fórmula sanmartiniana, cuando incitara al diputado Godoy Cruz a declarar prontamente la independencia, allá por 1816: “Ánimo, que para los hombres de coraje se han hecho las empresas”.

Vaya si no eran virtudes. Vaya si no merecen, y Rafaela toda, el recuerdo, la savia de la memoria para darse cuenta de lo que el hombre es capaz de hacer ante los desafíos, aún con recursos escasos y la incomprensión de muchos.

Si se otorga a la memoria y al ejemplo el lugar que deben ocupar, podemos afirmar sin hesitar que estamos frente a una tarea inconclusa, en el sentido de que debería Rafaela ser capaz de gestar alguna otra empresa de esas características (no necesariamente automovilística), donde la gente se aglutine en torno a un objetivo común y se vea o sienta formando parte de algo trascendente.

Menuda lección le estaríamos dando, entonces, a nuestros jóvenes, y qué golpe de gracia al quietismo, al fatalismo, a la desunión, a la resignación. El recuerdo se transformaría en acción. El fatalismo en fe. La resignación en ilusión. La ilusión en esperanza.

He llegado a proponer a los responsables –léase al Club Atlético de Rafaela pero también a las fuerzas vivas de la ciudad y a agentes educativos-, hasta ahora sin eco, que el tema se enseñe y reflexione en las escuelas, muchas veces transitando contenidos que a pocos importan o estimulan. El recuerdo sería pedagógico, si de educar hablamos.

Porque, en última instancia, “no sólo de pan vive el hombre”, sino también de pasiones legítimas, de ilusiones esperanzadoras, de proyectos factibles, de elementos espirituales que la fría y estéril mentalidad economicista de la época, y de muchos, no logrará nunca conculcar.

* Abogado. Doctor en Ciencias Jurídicas. Docente universitario de Derecho Internacional Público y de Derechos Humanos; miembro de la Asociación Argentina de Derecho Internacional (AADI).

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