Notas de Opinión

Hoy traen el tele!



Apareció por allá, a mediados de 1966. En marzo de ese año, el Canal 13 de Santa Fe comenzó con su señal y lo que hasta entonces era toda una aventura familiar se convirtió en mito.

Atrás quedaban esas vetustas antenas de quince metros, con la doble parrilla y el mecanismo para girarla en las alturas y trata de visualizar los canales de Rosario o Córdoba, aunque siempre con resultados negativos. Pero eso es otra historia.

El primer televisor llegó a mi casa de la mano del gremio mercantil, que había logrado que los laburantes accedan a un elemento social clave. La decisión familiar se tomaba luego de gastar una gruesa de lápices haciendo números, pero el reino de las cuotas ya mandaba en el mundo asalariado.

El aparato, blanco y negro, obvio, tenía un mueble marrón claro y permaneció tres días en un rincón, sobre una mesita de madera y hierro, con rueditas, en tanto que en el patio aguardaba la antena (seis metros, fija y con parrilla doble). Todo objeto de culto ante los asombrados ojos infantiles.

El primer día fue una fiesta y cuando apareció la voz (la imagen tardó un rato porque había que esperar que se “calentara”) de Enrique Muttis todo fue un festejo. El señor Juan Luis Krauel (un buen tipo que me debe estar dando la razón) lo instaló y desde entonces su nombre está con nosotros. Fue una especie de salvador, el que abrió las puertas del futuro.

El televisor apareció en la cocina y ya nunca se iría de allí, aunque atendía variantes estacionales: el patio o la vereda en verano, el dormitorio en caso de enfermedad y el living cuando venía el novio de la nena; bueno, donde había nena y – en consecuencia- pretendiente/bailarín/simpatía.

El consabido aparato tenía la cinco botones (encendido/volumen, brillo, contraste, horizontal y vertical), un selector de canales (inútil porque sólo “entraba” un canal) y una rueda de sintonía que nunca supimos para que servía. El operador era el jefe de familia o el hijo autorizado (o el más despierto) y estaba la orden estricta de no moverlo hasta que se “enfriara” so pena del patadón correctivo de rigor. A los fines de los traslados intra-hogar se apelaba a una prolongación del cable de la antena que aportaba algo de “lluvia” a la imagen, pero que se neutralizaba con el aporte de un papel de aluminio (de envase de cigarrillo) que se iba ubicando. Seguía lloviendo igual, pero uno se quedaba conforme.

Especial motivo de estudio fue – aún lo es- el efecto nocivo de tanto mirar TV. Los padres decían que uno se podía quedar ciego, aunque esto tenía algunos contrasentidos ya que los primos mayores aseguraban que esa consecuencia respondía a otro hecho por el cual algunos ya se afeitaban la palma de las manos. De ninguno de ellos hay constancia, aunque alguna secuela deja. Ejemplos sobran.

También se debatió largamente la ubicación: arriba, al medio o abajo. Todavía no hay acuerdo, como tampoco lo hubo entonces sobre la conveniencia de colocar luz atrás del aparato, ver con las luces apagadas o con todas encendidas, ello con el agregado de un papel de celofán azul o verde en la pantalla. En algunos hogares hasta tenía un acrílico azul que, adelantándose en el tiempo, nos hacía ver “Astroboy” en colores.

En esos tiempos el televisor se respetaba más que la nona, ya que jamás nadie se la olvidaba afuera en verano o la dejaba de tapar con prolijas carpetas tejidas al crochet de plástico de los sachet de leche (espero no adelantar los tiempos)en el invierno. También es oportuno desmitificar aquello que la televisión promovía el consumo de bebidas espirituosas; el tío Bartolo – por citar un caso- jamás dejó de consumir sus quince ajenjos diarios mientras disfrutaba de “Casino” y el Topo Gigio, aunque sus detractores (la tía Porota, por ejemplo) sostiene que cuando decía que iba al baño, aprovechaba y se bajaba una jarra que tenía escondida en el excusado. Se debatió mucho en la familia sobre esta acusación, pero el tío adujo que eran con “bitter” para la presión y que no debía considerarse consumo etílico. Quizás tuvo razón; era muy temprano en el mundo para las medicinas complementarias.

Mucho se me ha insistido también en diferentes ocasiones sobre el rol de la moral y su salvaguarda de la salud mental de los televidentes hogareños ante este desenfrenado aparato sin filtro. Cuando un hombre y una mujer se besaban (no esperen otra cosa, les hablo de los sesenta), uno de los mayores enfriaba el aire con un “aflojá, bulón!!!”, y si la instancia se reiteraba dentro de los próximos noventa minutos, mamá llamaba al orden y a dormir. Minga de ver la parte final de “La caldera del diablo”!!!

Este modesto estudio ha recogido también, y como no podía ser de otra manera, algunos valiosos testimonios sobre la vida en los hogares; y así como hay quien relata que el nono andaba siempre con la escopeta de dos caños en la cercanía desde que vio a un personaje que detestaba, y que los pibes rogaban que no volviese a aparecer porque el viejo le iba a sacudir una perdigonada con munición del doce grande, recogimos el duro relato de doña Tita que refiere que su porfiado esposo nunca entendió eso de la caja boba y que insistía en que alguien había adentro. He allí que no pasaba oportunidad de mirar por las rendijas de la parte de atrás o de poner un alambre para atrapar a quien consideraba un alienígena de la serie “Los invasores”. “Por ese entonces no había disyuntores”, suele lamentarse la viuda.

Y como no podía ser de otra manera, el paso del tiempo los fue relegando. La tecnología avanzó y algunos fueron, primero al cuartito del fondo, otros al altillo y no faltó quien lo convirtiera en macetero. El viejo y querido “Kansas” hizo historia y, seguramente, deben quedar muy pocos testimonios de ello; quizás, sólo como grado de probabilidad, el último sea el de doña Tita que para probar un amor que fue más allá de la muerte se lo puso al marido en la tapa del nicho. Total, como dice ella ”era porfiado, pero bueno..”.

(Dedicado a la memoria de Héctor Palmero, que siempre se acordaba del nono y sus aventuras).






Autor: Edgardo Peretti

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