Constitucionalmente, los argentinos nos declaramos federales, pero somos unitarios. La gran capital de la Nación, en la que imperaba la vieja oligarquía de la colonia, terratenientes y hacendados de la provincia secesionista de la Confederación, es, de hecho, la que impuso, y usufructúa de ello, un régimen de relaciones que redujo a mera condición enunciativa el sistema federal establecido en el artículo 1º del texto fundacional. Triunfó el pensamiento unitario, concentrador de poder político y económico que, a modo de formas cuasi monárquicas, condenó a una suerte de vasallaje, consentido en gran medida por estos, a los estados provinciales, de cuya voluntad autonómica devino la Nación.
Claro es que todo resultó de una sucesión de hechos que tuvieron a la ciudad de Buenos Aires como escenario propiciador de lo que vendría, empezando por la federalización que en 1880 la convirtió en Capital de la República Argentina. Fue el logro de los objetivos del puerto, es decir, de las fuerzas conservadoras de los privilegios centralistas que sobrevivieron a Mayo y se prolongaron en el derrotero original seguido hasta nuestros días.
Opuesto frontalmente a la federalización, Leandro Alem diría en los debates parlamentarios del proyecto, que convertida en territorio nacional “no será solamente reformado el artículo 3º de la Constitución, sino que se hará tabla rasa, borrando todos aquellos sobre las condiciones en que Buenos Aires (provincia) se incorporó a la Nación”.
Representaba esto una violación lisa y llana del compromiso asumido por Buenos Aires con las provincias confederadas que hiciera posible la reunificación. Pellegrini, a su vez, abogaba a favor de la postergación del tratamiento hasta que se dieran en el país las condiciones para abordar el proyecto “con la seriedad que requiere, consultando solamente los altos intereses de la Nación, y no los de una provincia”.
Esas voces, y las de otros porteños que rechazaban el intento, finalmente concretado, de la federalización de Buenos Aires, advertidos ciertamente de las verdaderas intenciones de quienes impulsaban la iniciativa, preanunciaban un derrotero de claudicaciones provinciales a favor del preciso interés unitario. Por esa vía que abriera el sector triunfante, vendrían los males que hoy acosan a la Nación en todo sentido, fundamentalmente los corruptores desvíos institucionales que, quiérase o no aceptarlo, son la consecuencia de la malformación política experimentada.
¿Cómo explicar, entonces, lo de provincias ricas y provincias pobres? ¿Cómo no ver en las migraciones que despoblaron regiones y formaron cordones de pobreza y exclusión de ciudades prósperas, origen de los graves problemas sociales del presente, sino los efectos de la cruda indiferencia del Goliat construido y sostenido por el producto del esfuerzo de los mismos desairados? ¿Cómo no ver en la decadencia expuesta diversamente, que la corrupción de costumbres y procederes resume, el carácter concentrador del poder de la ciudad de las luces, la cultura, el boato elitista, la banalidad y el ostensible e insatisfecho apetito de predominio sobre las provincias federadas y sus instituciones e intereses? ¿No ha ocurrido, acaso, como pronosticara Alem, que por “telégrafo” el presidente de la Nación designaría diputados nacionales?
¿No vino de esa concepción de país para pocos el golpe militar de 1930? El fraude electoral que siguió y el avance sobre los recursos fiscales de las provincias que significó el Impuesto a los Réditos, creado en 1932 por el régimen fraudulento y cuya aplicación debía prolongarse por tres años. Prórrogas mediante, pasó a formar parte del esquema de abusos impositivos diversos de la Nación que sellaron el destino de provincias provistas
naturalmente de recursos para un desarrollo provechoso. Destino de dependientes de los favores capitalinos para atender sus necesidades, destino de feudos políticos que las colonizan y negocian en el centro neurálgico que tanto respalda a dictaduras como a gobiernos votados que les sirven.
En el contexto así sostenido, de finalidades ya inocultables a esta altura, de negocios y negociados, de intercambios de favores que incluyen cuestiones judiciales y/o judiciables, del discrecionalismo y mentiras sin careta, el federalismo no es objeto de preocupación alguna. Tampoco, mayormente, lo que atado a él representa la Coparticipación Federal de Impuestos establecida por ley. De modo flagrante y de hecho inconsulto, la Nación se apropia de lo que no le corresponde, y lo hace tácitamente respaldada, curiosamente, por representantes parlamentarios de las provincias víctimas de la maniobra, meros levantadores de mano que aprueban el despojo sin ponerse colorados.
Manifiesta deslealtad para con sus respectivas ciudadanías y, vaya cosa, con la Constitución Nacional, burlada por el incumplimiento del mandato contenido en el Art. 6º de las Disposiciones Transitorias de la reforma de 1994. Ordena “un régimen de coparticipación conforme lo dispuesto en el inciso 2 del artículo 75 (1) y la reglamentación del organismo fiscal” respectivo, a establecerse “antes de la finalización del año 1996”. La mora, u olvido, reconoce ya 19 años. ¿Qué decir al respecto? En la capital, ahora ciudad autónoma, no se comenta, ni falta que hace al parecer, el caso de las autonomías provinciales avasalladas al conjuro de fórmulas que con envases variados se prolonga desde hace más de ocho décadas.
DE CIERTAS COSAS
NO SE HABLA HOY
En tránsito un período preelectoral cargado de incertidumbre sobre el futuro inmediato, que el optimismo supone administrado por una oposición con ánimo justiciero, abundan las urgencias y los interrogantes. Las primeras, respecto de lo económico y la candente realidad social; los segundos, sobre las medidas a aplicar y cómo distribuir la carga del esfuerzo requerido para enfrentar pesados obstáculos, a los que mayoría de argentinos es ajena en cuanto atañe a responsabilidades directas de la hechura de un monstruoso déficit.
En la capital que manda, que se siente autorizada a cuestionar conductas provinciales sin pasar por el confesionario para aclarar las propias con propósitos de enmienda, sobrenada la intención de imponer un determinado candidato presidencial y adláteres para la ocasión. Lo que cuenta ahora es el pasado y las experiencias sociopolíticas y económicas recogidas desde el ’76 en adelante, obra del pensamiento que tuvo al neoliberalismo como epicentro. Impuesto efectivamente, el modelo concentrador de altitud vino haciendo lo suyo y es de suponer que quiere continuar, aprovechando el crítico momento.
¿Habrá devaluación y ajuste con arreglo a un trato equitativo de partes? ¿Qué se piensa hacer con los problemas de la inseguridad, el narcotráfico, la trata de personas, la explotación de niños, etc., con responsabilidad acorde a la dimensión de lo ilegal y sin distingo alguno, reconocido aquello que roza las alturas? ¿Existe en verdad ánimo reparador en lo que hace a la corrupción y los casos en instancias judiciales? ¿Realmente importan el desempleo, el trabajo en negro, la pobreza y la miseria, la educación y la salud, cuestiones sobre las que pende hoy la amenaza del ajuste impìadoso?
En la agenda, de existir una, el federalismo no tiene cabida seguramente. Esto no impide pensar que podríamos ser parte de un país soberano, dueño de su destino y comprometido con el de sus habitantes. Respetada desde el tiempo primero la Constitución Nacional y las leyes inspiradas en el espíritu conciliador de su Preámbulo, descentralizado el poder de la gran capital, ceñida al solo cumplimiento de las facultades delegadas expresamente por las
provincias, de ese país disfrutaríamos los argentinos. Ignorantes de lo que es vivir de crisis en crisis, vivimos, en cambio, repechando engrosada carga de frustraciones, al igual que el irredento Sísifo mitológico.
(1) “Una ley convenio, sobre la base de acuerdos entre la Nación y las provincias, instituirá regímenes de coparticipación (…) garantizando la automaticidad en la remisión de los fondos”.