Hoy, ya nadie discute el valor de los derechos del hombre, los grandes principios de la democracia, ni sus mayores técnicas, entre otras, el control judicial de los actos de gobierno y la independencia de las tres formas en que se expresa el poder del estado: legislativa, ejecutiva y judicial. Tampoco que los derechos humanos son fruto -como es sabido-, de la renovación de la cultura política que el racionalismo trajo consigo y de la que emerge la verdad histórica que demuestra que transformó al siervo en ciudadano, pasando así de ser mero subordinado a gobernar. Esto es el resultado del proceso que se concreta primero en la proyección política del valor libertad y segundo, en la autonomía del hombre frente a las determinaciones estamentales. Dicho de manera más coloquial, es la soberanía del ciudadano frente al poder que trata de justificarse al margen de la comunidad, o sea la democracia.
Ahora bien, esa soberanía que ejerce como potestad el ciudadano, se impone cuando la libertad pasa de ser un derecho límite del poder a un derecho de participación en su ejercicio. Se ha dicho que “es frecuente oponer doctrinalmente el liberalismo, que propugna a los derechos humanos, a la democracia que se basa en la soberanía popular” (Miguel Herrero y Rodríguez Miñón. “Los DDHH y la lucha por la democracia”. CGPJ. Madrid.1999. Pág.81), pero la experiencia histórica prueba que los derechos humanos sólo han florecido en un contexto democrático, que no hay liberalismo sin democracia y que la libertad individual y colectiva sólo alcanza efectiva garantía cuando culmina en una ciudadanía democrática (valga la redundancia). De esa manera -la democracia- se expresa a través de la voluntad de la mayoría, pero esta define tan sólo un elemento más del sistema democrático, no a su totalidad.
Por ese motivo, esa voluntad mayoritaria no se ejerce sin limitación alguna, porque así expresada puede llevarnos a la tiranía de una mayoría. ¿Cuál es entonces el límite para establecer si una voluntad mayoritaria es democrática o no? La respuesta la da el respeto a la norma fundante, rectora de cualquier principio democrático, es decir los Derechos Humanos (léase Derechos Fundamentales, Derecho Natural, Derechos del Hombre, Garantías pre constitucionales, etc). Son principios preexistentes a cualquier orden jurídico, por eso los estados o sus gobiernos no los crea ni los otorgan, solo están obligado a respetarlos, porque son patrimonio del hombre antes que nacieran las instituciones, cualquiera que ellas fueran (vrg. el Estado). En este contexto, cabe reflexionar que, suele incurrirse en el error de pensar que el concepto de “la mayoría” que decide, es sinónimo de ejercicio democrático, cuando en realidad -como adelantara- es un componente más (aunque imprescindible) que hace al sistema, como lo son también la soberanía popular (el poder está en el pueblo que lo delega a sus gobernantes); la igualdad política (todos deben tener las mismas oportunidades) y el ejercicio del mandato delegado (un gobierno democrático es aquel que hace lo que el pueblo quiere y se abstiene de hacer lo que el pueblo no quiere).
Respetados esos principios fundamentales por parte de la mayoría -aunque pueda resultar obvio aclararlo-, le corresponde a las minorías como contrapartida, la obligación no menos trascendente de acatar y no obstaculizar la decisión tomada por quienes lo superan, porque ello implicaría atentar en contra del sistema representativo impidiendo el normal funcionamiento de las instituciones, a excepción -claro está- cuando ese mandato sea violatorio de aquellos derechos anteriores al orden jurídico a los que antes hice referencia.
Con la aclaración expuesta, cabe reconocer que la democracia en cuanto régimen integral de libertad, exige un equilibrio que a veces resulta difícil de lograr, pero es una tarea ineludible para que el sistema funcione, siendo esta responsabilidad no sólo de quienes nos representan, sino también de todos nosotros, los ciudadanos (mayoría y minoría), quienes siendo dueños del poder lo hemos delegado. La democracia, no es sólo una forma de gobierno, sino también de vida, por lo tanto no depende sólo de las leyes, sino que además implica que asumamos pautas culturales que acepten y defiendan “el vivir en democracia”. Los países que fracasaron en sus vidas democráticas, fue por no respetar todos los elementos que configuran el sistema y por esa razón no pudieron conciliar este tan delicado equilibrio. Cuando no se logra, se produce la anarquía, como primer paso para la descomposición social y luego, como consecuencia de lo anterior, el abuso del poder estatal. En tal contexto resulta correcto afirmar que “La omnipotencia del Estado es la negación de la libertad individual” (Juan Bautista Alberdi en “Bases”).
Como se puede apreciar, el ejercicio de la democracia, no es una mera fórmula de gobierno o de poder estático que se confirma o se renueva en determinados períodos de tiempo. Es mucho más, es también un modo de vida, un continuo posicionamiento de voluntades, de respeto a los derechos de las mayorías y minorías, de buscar consensos, aceptar el disenso y tener tolerancia, todo lo cual exige una construcción diaria del poder y la convivencia. No es una fórmula que se crea por generación espontanea que y descansa una vez que elegimos a nuestros gobernantes, sino que cada uno de nosotros -los ciudadanos- deben construirla día a día y en el ámbito del rol social que nos toque desempeñar. Por último, es una conquista diaria de reconocimiento de nuestros derechos fundamentales, pero de la misma manera, de los que corresponden a nuestros semejantes, tarea que sólo se podrá alcanzar reconociendo que desde el estado se tiene el deber de "Dar al ser humano a conocer su poder de autogobernarse, ..."(GARZÓN, Baltasar.Cuentos de Navidad. UNQ. Prometeo. Bs. As. 2002. Pág.141), como única manera de lograr un afianzamiento continuo de la vida democrática.
(*) Docente. Ex becario de la Escuela Judicial Española y de la Agencia Española de Cooperación Internacional (AECI).