Por Marcelo Cantelmi (*)
La realidad atrapa en un laberinto al régimen venezolano. Para mantener la iniciativa necesita recursos económicos de los que carece, y no puede evitar profundizar el ajuste que viene llevando adelante cada vez menos enmascarado porque de otro modo no sobreviviría. Las marchas en la calle de la oposición, de un tamaño el pasado miércoles que ni sus líderes ni el propio gobierno preveían, son la manifestación social desordenada y con múltiples rostros de ese callejón.
Sería una síntesis muy simple y errónea suponer que ese episodio fue sólo la expresión de un grupo político y no, lo que fue, algo mucho más profundo.
Venezuela confronta un gigantesco problema inflacionario, gasto público y rojos surtidos en sus cuentas que sólo le permiten dar pequeños pasos sobre la cornisa en la que se balancea.
Como la crisis se amplía, el gobierno de Nicolás Maduro ha ido transfiriendo los costos del desequilibrio al conjunto de la población por vía de una mayor devaluación y recorte de subsidios. Esa estrategia busca contener el hueco fiscal que devora los recursos del país. En Venezuela casi todo se paga con reservas que son bajas y emisión que es aluvional.
El costo es la destrucción de la moneda por una inflación de 56% y el efecto distorsivo de una brecha extraordinaria entre el dólar oficial y el paralelo de 6,3 a 85 bolívares.
El alto costo de vida coexiste con una caída de la actividad económica. El PBI este año cerrará en cero o menos cero, configurando un cuadro de estanflación. Otro balde de nafta en este fuego los brinda el hecho de que el país tiene un mínimo nivel de producción local que las empresas nacionalizadas no subsanaron. De ahí los altos indicadores de desabastecimiento (más de 24% del universo de mercaderías) porque la mayoría de los productos de primera necesidad son importados.
La fatiga y el malhumor social se ligan además con la desilusión del boom petrolero. Si se observa la primera etapa del proceso bolivariano, los doce años que van desde 1999 hasta 2011 cuando el crudo se empinó a niveles asombrosos, el ingreso por habitante creció apenas 1,1%.
La pobreza que había caído durante ocho años, se estancó desde 2007 y sigue así hoy.
La devaluación como mecanismo de fuga no es algo nuevo en Venezuela. Hugo Chávez la utilizaba como si se tratara de una poción revolucionaria, pero lo hacía sostenido en una retórica y liderazgo que Maduro no encuentra. Ese camino hoy es tanto inevitable como difícil de andar por la resistencia de la gente en la calle cuyo control definitivamente perdió el régimen.
Ese es el gran dato de esta etapa y define las formas que tendrá este conflicto en adelante.
La denuncia de la existencia de un golpe en progreso, que formuló Maduro, puede ser y lo es, un modo grotesco de ganar tiempo y evitar rendir cuentas de las razones que han hecho posible este desastre. Pero no vale la ingenuidad. El presidente chavista intenta legitimar así la estrategia para enfrentar este desafío.
El año pasado ya era bastante claro el endurecimiento cuando el gobierno ligó las huelgas en la siderúrgica Sidor –encabezada por sindicalistas de su propio partido- y de los docentes, con la embajada de EE.UU. y la CIA.
Desde que se iniciaron hace un par de semanas esta nueva ronda de protestas estudiantiles, las calles se llenaron de parapoliciales, el más importante de ellos, la banda autodenominada Tupamaros, que marchan en motocicletas de a dos, el de atrás armado. Las marchas que unieron la fuerte posición antigubernamental de los estudiantes y las demandas por la crisis y la inseguridad de los partidos políticos dejaron tres muertos. Pero al día siguiente no había información del paradero de decenas de personas. Y se multiplicaban las denuncias del uso de picana entre los arrestados.
Maduro, quien ganó muy apretado las elecciones del año pasado, se ratificó en diciembre en unos comicios municipales que midieron su poder. Pero esa cita electoral estuvo, como la anterior, contaminada por la censura a la oposición y una exuberancia del clientelismo además de la carga policial contra las cadenas de electrodomésticos para que vendieran a precio de regalo sus productos. Es muy difícil, por lo tanto, determinar cuánto apoyo real tiene el gobierno fuera de esas mayorías creadas.
Las protestas han tomado su propia dinámica, y el mayor riesgo, en opinión del principal líder opositor Henrique Capriles, es que se salgan de control. El gobernador de Miranda acaba de advertir que no están dadas las condiciones para que caiga el régimen como, en cambio, impulsan sus socios de la coalición MUD (Mesa de Unidad Democrática), Leopoldo López y la diputada Corina Machado. Capriles sospecha que un cambio de régimen en estas condiciones fulminaría al nuevo gobierno y fortalecería desde la oposición a los bolivarianos. Puede haber un cálculo especulativo de que el costo de la crisis lo paguen quienes la fomentaron, pero hay también ahí una mirada sensata porque es claro que el actual escenario no haría más que profundizarse.
El ajuste sólo lo pueden llevar adelante hoy Maduro y su gabinete si es que no pierden poder interno. En junio se realiza el Congreso del partido Unido de Venezuela y hay un ala disidente que no quiere acabar en este incendio.
Aunque el cuadro es dramático, es improbable que el país entre en default al margen de las cesaciones de pagos selectivas que viene haciendo con las aerolíneas o con parte de los proveedores internacionales. Pero esto vale en cortoplazo. Para seguir hacia adelante, el gobierno preparó un sistema de devaluaciones periódicas y analiza el asalto a una de las vacas sagradas de los venezolanos que es el precio de los combustibles.
Desde hace 17 años no se ajustan los valores: llenar un tanque cuesta menos de 20 centavos de dólar. Pero mantener ese beneficio implica un subsidio de casi U$S 13 mil millones.
La preocupación es la reacción de la gente si se produce ese aumento en medio de la actual carestía y desabastecimiento. Los propios bolivarianos siempre han recordado que el estallido del sangriento Caracazo, en febrero de 1989 que cambió definitivamente a Venezuela, se produjo por la ira popular que causó el aumento del 30% en los combustibles y los pasajes ordenado por un gobierno ajustador. (FUENTE: CLARIN)
(*) Periodista diario Clarín.