Notas de Opinión

“La lección de Sarmiento”

Siempre es tiempo de evocar a los grandes hombres de la patria. Pero lo es en particular en estas jornadas, que como todos los años, el tema de la educación acapara la atención general; los gobernantes a las corridas tapando agujeros; los dirigentes gremiales en la brega entre la canasta familiar y los más altos principios políticos de la educación pública; los padres al borde de un ataque de nervios y los chicos extendiendo sus horas de sueño o las de gandulería y solaz.

Entiendo, modestamente, que la hora le reclama otras acciones a entrambos. No tiene sentido escribir sobre los fracasos -o retrocesos- del presente en la materia; lo padecemos.

Sin dudas Sarmiento, el “constructor de una nueva argentina”, según Aníbal Ponce, ocupa el lugar de privilegio en la tarima de los varones de esa generación que concluyó el proceso de formación de la joven república. Fueron hombres de su tiempo con contradicciones tan profundas como sinceras. En el caso del prócer sanjuanino, exacerbado todo ello con su brutal incorrección política que le valió tantos motes como rechazos.

Con apenas quince años se inicia en la docencia de la mano de su tío, José de Oro, que funda el colegio de San Francisco del Monte, en la actual Banda Sur, San Luis. De regreso a su tierra y sin abandonar el magisterio, en 1839 funda el Colegio para señoritas de la Advocación de Santa Rosa de Lima. El resto de su acción pública es bastante conocida.

En un discurso en la Universidad de Michigan decía “ante todo, he sido durante toda mi vida un maestro de escuela. … Seré en la presidencia de la República, como siempre, ante todo, maestro de escuela”. Durante su mandato creó ochocientas escuelas que dieron cabida a setenta mil alumnos.

“Facundo”, su tempranera y joven obra, -1845- lo muestra con todo su potencial intelectual volcado a las letras; las vivencias de muchacho fraguan en la letra de molde que se empeña en presentar al caudillo riojano con el ejemplo de la barbarie contrapuesto a la civilización. La disyuntiva debía resolverse por la civilización a la que debía dársele la real importancia: consolidar la democracia y las instituciones republicanas por medio de la formación de un pueblo ilustrado y culto. Así se debía cambiar lentamente esa “barbarie” por la revivificada “civilización”.

El 12 de octubre de 1868, cuando asume compromiso con el pueblo al jurar por su demanda en caso de incumplimiento afirmó que “Esparcir la civilización sobre aquella parte de la República que no goza aún de sus ventajas, proveer eficazmente a la defensa de las fronteras, dar seguridad a la propiedad y a la vida son condiciones tan esenciales para el cumplimiento mismo de las prescripciones de la Constitución, porque todas concurren al mismo fin. Una mayoría dotada con la libertad de ser ignorante y miserable, no constituye un privilegio envidiable para la minoría educada de una nación que se enorgullece llamándose republicana y democrática”.

En “La educación popular” (Santiago, Imprenta de Julio Belin i compañía, 1849), sus meditaciones chilenas escritas al calor de una campaña de fogoneo contra Rosas, se pueden apreciar con claridad palmaria los rasgos de un pensador analítico ocupado en superar la tapia de una cultura que entorpece el progreso de los pueblos, depositando en la instrucción pública la verdadera fuerza que hará posible construir el orden de una nueva sociedad. Extraemos ahora algunos párrafos de este verdadero manual de educación democrática.

“El lento progreso de las sociedades humanas ha creado en estos últimos tiempos una institución desconocida a los siglos pasados. La instrucción pública, que tiene por objeto preparar las nuevas generaciones en masa, para el uso de la inteligencia individual, por el conocimiento aunque rudimental de las ciencias y hechos necesarios para formas la razón, es una institución puramente moderna, nacida de las disensiones del cristianismo y convertida en derecho por el espíritu democrático de la asociación actual”.

“Un padre pobre no puede ser responsable de la educación de sus hijos; pero la sociedad en masa tiene interés vital en asegurarse de que todos los individuos que han de venir con el tiempo a formar la nación, hayan por la educación recibida en su infancia, preparándose suficientemente para desempeñar las funciones sociales a que serán llamados”.

“¿Cual de los estados sudamericanos podrá decir que ha hecho lo bastante, para prepararse a la vida inteligente y activa que como republicanos y como miembros de familias cristianas deben llevar a cabo? … Todos los gobiernos americanos han  propendido desde los principios de su existencia a ostentar su fuerza y su brillo en el número de soldador de que pueden disponer. … Yo no desapruebo la existencia de ejércitos permanentes, condenados forzosamente a la ociosidad en América cuando no se emplean o en transformar el orden, o en arrebatar la escasa libertad; pero el ejército satisface una necesidad de provisión del Estado: como la educación pública satisface otra más imperiosa, menos prescindible”.

“Todo niño en el Estado debe recibir educación. La masa total de la renta para sostener las escuelas debe ser proporcionada al número de niños de 4 a 16 años que haya en el Estado. Como esta renta sale de la fortuna particular para entrar en las arcas del Estado, este necesitará para satisfacer las necesidades de la enseñanza pública, aumentar a la contribución de escuela de los gastos de recaudación. Luego, debiendo distribuirse la renta recaudada, sobre los mismos contribuyentes, es inútil, oneroso y perjudicial que la contribución levantada sobre la fortuna particular vaya a las arcas nacionales para volver a distribuir en los contribuyentes.”

Sólo queda decir con Borges, “Sarmiento el soñador sigue soñándonos”.

Autor: Ricardo Miguel Fessia

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