Por Martín Caparrós (Newsweek)
Excelente señor ministro de Economía y Finanzas Públicas de la República Argentina, señor antiguo militante neoliberal, señor empresario organizador de fiestas psicodélicas, señor profesor de la universidad del CEMA fundada en 1978 “para contribuir al desarrollo económico del país”, señor motorista de gruesa cilindrada, señor cuadro de la Anses del destructor de la jubilación pública doctor Carlos Saúl Menem, señor de no izquierda según incluso el jefe Hugo Moyano, señor convocador del Fondo Monetario Internacional —en misión técnica—, señor descubridor de la inflación exclusiva para ricos, señor precandidato sindical a gobernarnos la ciudad, señor Amado Aimé Boudou, ¿nunca pensó en poner un generador en su oficina?
Digo, porque en el mundo real, donde vivimos los que no somos ministros, los que no viajamos en coches oficiales mal comprados, los que no somos siquiera economistas del CEMA, en esa Argentina que sus cifras radiantes tan curiosamente retratan la red de producción y distribución de energía eléctrica, huérfana de las inversiones necesarias, está vetusta, obsoleta, y basta que haga el mismo calor que hace todos los veranos para que miles de ciudadanos nos quedemos sin luz muy a menudo. Usted hasta podría saberlo, señor Ministro, si quisiera informarse sobre el país verdadero y, entonces, ya que de vez en cuando tiene que aparecer a la luz pública, ¿no se le ocurrió comprarse un generador de electricidad por si las moscas, por si, como este lunes, su Ministerio queda súbitamente incluido dentro del país verdadero y se queda, como tantos de nosotros, sin corriente justo cuando está tratando de explicarnos que todo está fantástico? ¿No le dio, en ese instante fatal, un poco de vergüenza? ¿Un leve dejo? ¿Un poquitito? ¿No tuvo, por un momento, esa horrible sensación de uy la cagué, qué papelón, y ahora cómo lo explico?
No, no me diga que sangro por la herida. Es cierto que hace tres días que no tengo agua porque, me dice AySA, “problemas en el suministro de energía eléctrica” los dejaron sin recursos para cumplir con sus obligaciones líquidas. No sangro; más bien me ensucio por la herida, cada día más, y cada día me cuesta más subir los baldes: debe ser una conspiración. Pero no se trata de eso; se trata de cuánto me sorprende su Gobierno.
Me sorprende, en general, que puedan seguir diciendo lo que dicen cuando lo que dicen se aleja tanto del mundo real. Que puedan desdeñar brutos conflictos diciendo siempre que es culpa de los otros, que siempre son conspiraciones, que siempre son maniobras para evitar que celebremos los logros inconmensurables de un gobierno que gobierna un país donde no hay millones de personas que no tienen dónde caerse muertas y que, últimamente, sin embargo, se caen muertas en los lugares más inconvenientes: en las tierras donde querrían vivir, en los hospitales donde deberían curarlos, en los ranchos donde no comen, en las calles donde tratan de manifestarse.
Y que puedan seguir diciendo por ejemplo que las ocupaciones de tierras se producen por la mala -pésima, sin duda- política habitacional del macrismo, cuando es obvio que los pobres no tratan de ocupar tierras porque nadie les regala una casa sino porque no hay políticas económicas estructurales que les permitan trabajar de verdad, vivir dignos, ahorrar
para una casa sin tener que esperarla de regalo. (Y, de todos modos, ya que estamos: ustedes tampoco hacen tantas “viviendas sociales”. Menos que Menem, que ya es mucho decir.)
Y me sorprende que puedan seguir diciendo que la cólera de los pasajeros abandonados es otra de esas conspiraciones –por cierto, ¿a ustedes cualquiera les conspira? ¿No era que gobernaban?–, cuando alcanza con tomarse un tren para preguntarse por qué esa cólera no estalla todas las mañanas. Y que puedan seguir peleándose con Clarín por cuestiones de principios cuando se pasaron años aliados con ellos sin atender ningún principio, y que puedan jactarse del matrimonio gay cuando se pasaron años frenándolo, y de la asignación universal como si no la hubieran rechazado tantas veces, y de una ley de Medios para democratizar el acceso a los medios como si los medios que ya manejan no fueran una cerradísima trinchera de su propaganda, y que van a limpiar la Federal como si no fuera la Federal que ustedes mismos armaron, y así.
Y que puedan seguir usando las cifras del consumo navideño y de la compra de coches como logros de un gobierno que dice gobernar para los más pobres, los que no consumen en Navidad más que un par de turrones y una sidra, los que ciertamente no se compran un coche, los que aumentaron en un 50 por ciento la población de las villas miserias locales en medio de la prosperidad pimpante: ¿era para eso que convocaban la memoria de los que murieron peleando por el socialismo?
Que puedan, en síntesis, seguir hablando de redistribución de la riqueza cuando las cifras dicen tan claro que las diferencias entre los más ricos y los más pobres son las mismas que había en pleno Gobierno nacional y popular de Carlos Menem.
Todos los días me sorprenden esas cosas: me dejan perplejo, sin armas para entender cómo y por qué, sin palabras, sin luces. Por eso me gustó esa puesta en escena que hicieron sus muchachos para que todos pudiéramos ver en acto la contradicción, excelente señor ministro de Economía y Finanzas Públicas, en esa conferencia de prensa oscurecida: usted hablaba de lo bien que estaba el país y se le cortaba la luz de su propia oficina. Supongo que lo hicieron a propósito; si no fue así fue, debe reconocerlo, un poco torpe. En tal caso le diría, de onda, con ánimo de aporte: la próxima vez que trate de contarnos un cuento, ¿no le convendrá hacer el esfuerzo de conseguirse un buen generador? Seguro que hay empresas que se interesan por el país que, incluso, se lo darían de gorra, por la patria o los negocios —que, para tantos, vienen a ser lo mismo.