La proximidad del fin del año calendario pone su cuota de tensión y apuro en estos últimos días de diciembre de cada año. Alguien ha hablado del “síndrome del fin del mundo”, que pareciera afectarnos a todos. A juzgar por algunas actitudes comunes de estos días, daría la impresión que el 31 de diciembre se acabara todo y antes de esa fecha debería cumplirse con todas las materias pendientes del año transcurrido. Pero resulta que el 1º de enero se inicia un nuevo año y todo continúa más o menos igual que la semana anterior…
Para la tradición judeo-cristiana, sin embargo, el tiempo no es un mero sucederse de los días, el paso de las hojas de un calendario. El tiempo es el espacio sagrado donde Dios actúa y sale al encuentro del hombre y éste, a su vez, reconoce la visita de su Señor y le responde responsablemente. Cada día que pasa no es igual al anterior, tampoco los meses y los años, más allá de su aparente monotonía.
Estamos a las puertas de una nueva celebración de la Navidad. Esta celebración primariamente religiosa marca la vida no sólo de los cristianos sino de muchos que, aún sin compartir nuestra fe, la viven como un momento privilegiado para detenerse, recapitular el año transcurrido y proyectar el que vendrá. Cada año la Navidad nos ayuda a reconocer la presencia del “Dios rico de tiempo”, que ha querido unirse definitivamente a la condición humana en el Niño de Belén. Como ya enseñaban los primeros pastores de la Iglesia, el Hijo de Dios se hace hombre para que los hombres se hagan hijos de Dios y, por tanto hermanos entre sí. La Navidad actualiza año tras año la vocación fundamental a la filiación y a la fraternidad que anida en el corazón de cada persona humana. En el Niño de Belén Dios vuelve a invitarnos a vivir nuestra condición de hijos y hermanos.
Estas básicas convicciones pueden ayudarnos a preservarnos del síndrome aludido y a vivir las fiestas navideñas en su sentido más original y profundo. Está bien reunirse y celebrar, está bien comer y brindar, está bien intercambiar obsequios y saludos. La fiesta sobria y serena es parte y expresión de la condición humana. La dimensión religiosa asume y plenifica todo lo que hay de bueno y noble en el corazón del hombre, también la fiesta. Por ello las fiestas navideñas reúnen su fuente religiosa y su expresión típicamente humana: el pesebre y la mesa familiar, la oración y el intercambio de dones, el recogimiento reflexivo y el júbilo festivo, la alegría compartida y el compromiso solidario.
La Navidad es una oportunidad propicia para detenerse a repasar el año que estamos cerrando y preguntarnos cómo lo hemos vivido. ¿Hemos sido capaces de reconocernos hijos amados de Dios?, ¿nuestra vida tiene un rumbo, una meta un sentido que nos es dado por un Padre que siempre quiere para nosotros lo mejor? ¿seguiremos viviendo una orfandad que nos desgasta y nos aísla? Roto o diluido el vínculo con el Padre es comprensible que sean tan débiles los vínculos fraternos: la violencia, el atropello, la descalificación, el insulto, la calumnia, la indiferencia o el desprecio, son algunos de los signos de esa debilidad. Por eso, en el clima navideño, es bueno repasar nuestros vínculos y reconocer cuánto podemos crecer en la conciencia de que cada hombre es mi hermano y que nada de lo que suceda al otro me debe ser indiferente. La sociedad en la que estamos insertos no es –o no debería ser- una mera suma de individualidades, sino un tejido de vínculos fraternos. La familia, como espacio privilegiado para construir fraternidad; las comunidades religiosas, las organizaciones intermedias de carácter social, cultural, deportivo; las organizaciones políticas, gremiales, etc. Todos ámbitos en los que se puede construir día a día un estilo de vida fraterno y solidario, caracterizado por el respeto, el diálogo y el interés mutuo; donde todos nos hacemos cargo de todos y donde todos nos sentimos responsables y compañeros de camino de los hermanos, sobre todo de los más frágiles, de los que sufren, de los pobres. El compromiso en favor de una vida más fraterna es la prueba de fe más contundente en el “Dios Padre y Madre” y la mejor manera de celebrar la Navidad.
Se trata de un camino arduo y exigente, que se renueva cada día, año tras año. Por eso la Navidad vuelve a recordarnos nuestra meta y nuestro rumbo y nos da una nueva oportunidad para proponernos caminar en esa dirección. La sencillez del pesebre nos recuerda que no son necesarias grandes cosas para hacerlo posible. Sólo bastan corazones abiertos y disponibles, voluntad firme y convencida, entusiasmo contagioso y duradero. Así vivida, la Navidad se convierte en la fiesta de la alegría del encuentro, la reconciliación incesante, el servicio renovado y la genuina esperanza.