Por Hugo Borgna
Nació el 8 de junio de 1911 en Buenos Aires (¿Qué otro lugar es tan grande para poder dar apoyo a tanta calidad y calidez?).
Su carrera tuvo detalles únicos de artista, que fueron la vitalidad del Viejo Almacén. El cruento final de su bisabuelo materno Lionel, lanceado a mediados del siglo 19 por los indios pampas, habla por sí solo y de allí proviene, cambiando una letra es su nombre completo.
Leonel Edmundo Rivero cantó en sus primeras incursiones por radio (El Mundo) una milonga con posibles evocaciones de familia: Malón de ausencia (“…al ver el campo dormido vuelven a mi mente fresca…con mis pilchas y el zaino me alisté para la guerra… amalaya lagrimones rebeldes de mi conciencia, yo que he aguantao el indiaje, no aguanto un malón de ausencia”)
Tuvo un registro de acentuado bajo que condicionó su carrera. La calidad de ejecutante de guitarra era indiscutible: fue concertista, pero para el canto significaron repetidos rechazos. Le decían que su voz era “demasiado grave. Usted tiene algo en la garganta, cúrese y vuelva” o, también, “¿no estará enfermo del pecho”.
Se recuerda que tuvo un admirable dominio del lunfardo. Radicado en Buenos Aires, se sintió intrigado por “ese lenguaje prohibido” que su tío le fue enseñando de a poco y que él perfeccionó en un aguantadero cercano -de calle Saavedra- donde aprendió de primera mano el lunfardo más encriptado a manos de un grupo de delincuentes que allí habían constituido su domicilio. Debido a ese conocimiento, solía concurrir a las cárceles a conversar con los presos. Ellos le contaban “la justa” de sus delitos sin temor a que se enteraran los guardias.
Un detalle curioso de sus comienzos fue cuando trabajó en una radio donde las publicidades se pagaban con canje de mercaderías. Rivero y otro artista la atendían; el primer “sueldo artístico” que recibió fue el de una pescadería pudiendo, eso sí, elegir entre un pejerrey o una merluza.
El tono de su voz seguía siendo un problema de aceptación. Había logrado ser acompañante de figuras como Agustín Magaldi, Nelly Omar o Francisco Amor, pero su incursión en las orquestas se presentaba dificultoso, a pesar de haber cantado en las orquestas de Horacio Salgán y Aníbal Troilo habiendo impuesto su estilo. Cuando él cantaba, el público detenía su baile para mirarlo. Los directores de orquesta se lo recriminaban: buscaban que la gente bailara.
Edmundo Rivero tuvo que vencer la antipatía de algunos integrantes de la orquesta de Troilo. Le quitaban el micrófono, se lo inclinaban o desprendían de la jirafa. Tampoco se privaban de pedirle a Pichuco que lo despida y todos sabemos, porque es historia reciente, que no lo hizo. Troilo estaba mucho más allá de las mezquindades y sabía mucho de cantores. Lo apoyó, admiraba ese registro y ese estilo. El tono bajo con Edmundo Rivero lució junto al de tenor, preferido entonces por directores de orquesta y, sobre todo, por las grabadoras.
La de Pichuco fue la última orquesta: se lanzó como solista. Su canto, desde el año 1969, lució en el emblemático Viejo Almacén, donde todas las brújulas apuntaron al Sur.
Su modo particular y profundo fue acogedor para milongas reas (Tortazos, Milonga del consorcio, El conventillo), canciones sentidas (Bonjour mamá, Quién sino tu), pícaras (Milonga en negro, Audacia), y las transgresoras “Amablemente”, “La toalla mojada”. Con Astor Piazzolla, le dio sonido a “Alguien le dice al tango”, con textos de Borges.
Vivió 74 años. Suficientes para que puedan decir lo suyo tantas vivencias.
Por si surgieran nuevas, habrá que dejar en espacio para que crezcan vigorosas.
Custodiadas en lunfardo profundo y por guapos en los intensos conventillos.