Por Hugo Borgna
“¡Qué aparición de gracias! – la tierra toda se nevó de gracias – con un olvido, - con una indiferencia, - puros, como de música extraños o celestes – La tierra toda se nevó de gracias – en un milagro delicado – que sorprendió – a la tierra, primer mirada, de la mañana – Las ramas con luz propia, blanca y rosa – la tierra no se estremece con el dolor de los hombres – y con gesto alado – Septiembre – nieva, nieva sobre los árboles – la dicha de la tierra – prende – a las sensibles ramas – alusiones de rosa y blanco, ah, tan puras – como si las nubes del alma se hubiesen puntillado – y flotaran sobre las quintas y los jardines – Pero, no.- la tierra tiene el cielo dentro – ved la revelación de ese cielo accesible – cómo emociona, ah, su gentileza rítmica – entre el drama de vuestro nacimiento, oh, hombres – pues ya os bañareis en él entre las colinas plantadas, - entre las llanuras y las faldas en que aparecerá mañana para todos – con la misma imagen adorable de la total comunión” (“Septiembre”).
Este milagro de la luz indefinible e inclasificable de la palabra tuvo un nombre y apellido, como los habitantes del mundo.
Juan Laurentino Ortiz nació en 1896 en Puerto Ruiz, población cercana a Gualeguay, lugar donde se trasladó con su familia en 1906 y donde en 1912 publicó sus primeros poemas. Un año después viajó a Buenos Aires donde hace contacto con otros poetas y tiene un decisivo encuentro con la poesía de Juan Ramón Jiménez. A su regreso a Gualeguay, después de una estadía en Europa, trabajó hasta el momento de su jubilación, en 1942. Luego estableció su domicilio en Paraná, y allí colaboró con medios gráficos de esa capital hasta el año 1978, en el que su vida física dio paso a la otra, la de la trascendencia luminosa que abre caminos nuevos a cada momento.
“Todos aquí para mirar arder y consumirse este fuego ¿Fuego solo? – no es un corazón apasionado que se ilumina en los cielos? – la pasión de la luz antigua abriéndose en flores encendidas para mirarse en el espejo humano – el corazón dice criaturas terrestres, la vida es gloriosa – alzaos hasta el fuego armonioso como hasta la sangre del éxtasis para que todas seáis como simientes ardiendo – para las cosechas sucesivas de la luz común – que encenderá hasta la sombra y la estrellará como un jardín” (“Todos aquí…”).
Uno de sus contemporáneos, Hugo Gola, dice: “…no hay un modo de situarlas bien en el marco de las poéticas vigentes de antes, durante o después de los años en que él escribió” (…) “no creemos que tenga antecedentes reconocibles en nuestra literatura, ni que entronque en ninguna de nuestras líneas de nuestra tradición poética”
Juan L. Ortiz es para la escritura en general un nombre entrañable, indispensable para dejar clara la imagen del poeta; ellos no viven en un pedazo de tierra más o menos cercano -o casi lejano- de éste o del continente que nos mira. Indefinidamente todo, representa el viento y el nido, modo y acción, soplo y materia.
Crea para la literatura litoral un modo indeleble, accesible y profundo desde lo humano, donde el respeto y la admiración superan los límites convencionales y lo asocian con la directa confianza del acompañante fiel.
La referencia es amplia, supera la integración.
Desde el modo protocolar, tantas veces necesario, se ha habilitado una línea directa hasta el preciso ámbito donde se originan las presencias que no necesitan ser destacadas.
La referencia aquí, en este pedazo de tierra donde habitó, ya no es “Juan L. Ortiz”, el poeta.
Abierta y decididamente confianzuda, se bautizó “Juanele.”