Por Hugo Borgna
Una de las hijas de la dueña de casa, con un público compuesto por 5 personas, contadas entre las de su familia y unos vecinos de frecuente concurrencia que se reunían varias veces por semana a la hora 20,30 a mirar la televisión (además hay que decir que era en blanco y negro y se veía mediante altísimas antenas a una altura de 9 metros o más), era quien cantaba las estrofas de “Linda Nena” al mismo tiempo que la tele, que culminaba junto a los títulos del comienzo con “…linda nena feliz”.
No hace falta aclarar que había pocos televisores y que la solidaridad entre vecinos era admirable, ni que el programa en cuestión era “La nena” (por canal 13 de Santa Fe representado por un “Garaycito”) ni tampoco que el canto de la hija de la dueña de casa era por puro gusto, nada más. Menos todavía, que se sentía satisfecha al entonarla.
“La nena” era, corporalmente, Marilina Ross. Jovencita, dinámica y creadora inagotable de problemas que debía resolver con esfuerzo su sacrificado padre (Osvaldo Miranda, simpático y cómplice con el público televidente): él explicaba al público de la tele que no lo hacía con disgusto. Sobre el final del programa, confesaba que él lo dejaba pasar sin castigarla solo por ser ella (“y… es la nena” era la frase con que se cerraba el programa, dándole paso al Garaycito, que anunciaba el siguiente programa: “Quédese en el 13 para ver…”).
Es cierto lo que está pensando el lector. Con dos personajes solamente no se podía desarrollorar una telecomedia en los años 60: hacía falta uno con nombre simpático que apoyara a “la nena” y que al mismo tiempo tuviera una personalidad propia (no tanta, no se ilusionen, lectores) como para ponerse del lado de la hija y, juntos, complicar las situaciones. O, peor, directamente los creaba; un personaje así debería llamarse con toda propiedad “Coquito”. Lo actuaba quien ganaba ganado el afecto y el perdón con solo sonreir o decir esa frase, popularizada como latiguillo entre el público: ”me gustaría inyectar un pensamiento”. Ese actor, emblemático de la tele de entonces, era Joe Rígoli, que se lucía también en “La tuerca” en la situación de alguien que insistía sin éxito plantar un arbolito frente a su casa, porque entonces tendría “sombrita para papá”.
Ese trío de inefables tenía el notable soporte del guión y la dirección de María Inés Andrés, pionera además por haber sido la primera mujer encargada de esa tarea en la televisión.
“La nena” fue un impacto social: Osvaldo Miranda era prácticamente un showman, con aptitudes para la comedia musical. Simpático naturalmente, justificaba su lugar como personaje con visión ideal. En cuanto a Marilina Ross y Joe Rígoli ya habían ganado el afecto de la gente.
Se le podrá reclamar al programa, con la mirada de hoy, demasiada ingenuidad. También falta de base real en la confección de los personajes: el drama, como elemento encargado de ponerle sal a las historias, no estaba casi nunca presente.
Era la televisión de entonces. Tenía (eso sí hay que reconocerle) una notable valoración de la familia como núcleo básico de una sociedad responsable, integradora; un preciso uso del vocabulario y trato respetuoso como instrumento de los diálogos.
Tuvo también un personaje que aportaba el algo más. Aparecía como complemento -o contrapeso en muchas situaciones- de los más sensatos.
Ese, con su silencio y por el solo hecho de aparecer, invitaba a anticipar una próxima complicación.
Ese personaje cerraba el triángulo de los imprescindibles.
Coquito, ante el público, había ganado el derecho de inyectar un pensamiento.