Por Hugo Borgna
En los años 60 el ámbito de la televisión era tan amplio y pretencioso en la conquista de los que hoy llamaríamos seguidores, que era considerado un miembro más de la familia. Uno de ellos fue “Mis hijos y yo”, con el consagrado actor de teatro Ubaldo Martínez. Refería a un grupo formado por un viudo y sus 4 hijos (“Mis hijos y yo, el mundo después, porque nada existe si ellos no demuestran su inocente amor” decía la canción de apertura.)
Hubo una familia, entre otras que salieron a conquistar domicilios de televidentes, que fue emblemática de la década del 60, y un modelo muy rendidor de auto de altísima aceptación.
“Juntitos, juntitos juntitos, un hombre con su esposa y hasta un tío solterón. Queriendo el padre es joven, la madre es un amor, los hijos son dichosos y un tío solterón. Juntitos, juntitos juntitos, unidos descubrieron lo hermoso que es vivir de una ilusión”
“La Familia Falcón” tuvo todo a su favor para que su éxito “fuera en coche” -como se decía para ejemplificar cuando algo constituía un suceso largo y continuado- con el excepcional apoyo de Los Cinco Latinos, que habían grabado la canción de apertura del programa.
Intentaba destacar a una familia tipo de clase media de los 60 y le aportaba, al mismo tiempo, pautas de conducta e integración hacia el interior y a la parte de afuera del grupo familiar. Tuvo una particularidad respecto de los nombres de los personajes; eran los mismos de la vida real de los actores. Así, el padre (Pedro) estaba personificado por Pedro Quartucci; la madre (Elina), estaba actuada por Elina Colomer. También los cuatro hijos: Emilio (Emilio Comte), Alberto (Alberto Fernández de Rosa), José Luis (José Luis Mazza) y Silvia (Silvia Merlino). No nos estamos olvidando del tío solterón: Roberto, el prototipo que se definiría como “galán maduro”: era Roberto Escalada, figura consagrada de la actuación. La alta figuración llegó también al auto: el Ford Falcon, emblemático como vehículo rendidor, necesario y útil para casi todo tipo de terreno. No fue casualidad que se llamara como el apellido de la familia; de allí surgió.
Apoyados los textos en una base moral no exageradamente severa, el programa transcurría gratamente. Era de verdad una familia como podría ser la nuestra, aunque con nivel de vida de clase media ligeramente alta. Los problemas y conductas se apoyaban en buenas pautas de conducta y respeto hacia los demás, sin llegar a recitar un modo de moraleja.
Los años 60 intentaban, mediante contar historias de vida, practicar docencia. Posiblemente, como manera de acercamiento al drama, las familias se percibían incompletas: en “Mis hijos y yo”, faltaba la madre; en La Familia Falcón, el tío solterón lo era porque no había encontrado pareja ideal o, para decir directamente a la cuestión originaria, no la había buscado. Si volvemos por un momento a la desarrollada en otro material, en “La nena”, la presencia de una madre habría puesto muchas cuestiones y responsabilidades en su lugar.
Así vivíamos, sin sentir los ejemplos mostrados como límites indiscutibles; eran carteles al tránsito de todos los días, de tamaño visible y sin abrumar. Pero claros y firmes.
Nuestra televisión, exagerada, pretenciosa y, muchas veces, autoritaria, lo es porque nosotros somos los exagerados, pretenciosos y autoritarios que concebimos los contenidos.
Las familias de la tele (tomémonos confianza y dejemos de decirle “señora televisión”) defendían en su momento y, en sus propias palabras, “lo que estaba bien”, sin clasificaciones acomodaticias.
Ya podríamos, desde una madurez desarrollada como espectadores, dejar de calificarla como ingenua, inocente o fuera de época.
¿O acaso las actuales mediciones de audiencia indican un masivo apoyo a su programación?