Grietas y más grietas tajan los diarios y cortan la trama. Ya no alcanzan los colores para pañuelos o banderas. Urge realizar un camino. Saber quiénes somos y para qué vivimos. No nos equivoquemos en el uso del plural, un camino que nos urge a todos, pero que es individual.
Un trayecto de ¿convicciones? Entre dudas y certezas se forja -al estilo cartesiano- una moral provisoria (usemos moral en el sentido más básico: como criterio de lo que está bien o mal-filosofía de vida).
No de otros, la propia ¿qué tan propia es? ¿qué tanto nos la hemos apropiado? ¿vivimos según ella? ¿conocemos todo su alcance y consecuencias necesarias?
¿Qué es ella? ¿Cuál es mi filosofía de vida? ¿un garabato de niño fuera de la página… o una obra maestra de algún otro al que admiramos y seguimos? ¿lo seguimos? ¿o cambiamos de convicciones cuando nos conviene? Oí decir que “toda convicción es una cárcel…” tanto como cárcel fue el cuerpo para alma de Platón, en el cuerpo están todos sus límites, pero sin el cuerpo ella no podía ser. Creo que uno de los inconvenientes más graves de las grietas que vivimos es que se lucha por ser libre sin tener ni idea de lo que es la libertad. Se quiere ser libre frente a una antropología que me diga lo que soy… pero no me animo a responderme ¿qué soy? No vaya a ser que me aprisione mi propia respuesta. No, animal, el hombre no sabe vivir como vos. Porque no es como vos.
No podemos seguir huyendo. Si deliro mirando los pájaros, y en vez de contemplar la belleza de su vuelo lloro mirando mis piernas que no me dejan volar… no seré más libre porque me las quite. No son las piernas las que no me dejan volar, son ellas las que me permiten caminar. Todo lo que somos, en carne y hueso, y todas nuestras convicciones son condiciones de posibilidad. Mi libertad consiste en caminar o no caminar, en recrear el estilo de ese caminar, saltando, corriendo, inventando un baile nuevo… pero no en volar como los pájaros.
Está bien, pero ¿qué tienen que ver mis piernas con mis convicciones? las primeras no las puedo evitar, las segundas van y vienen, se cambian a menudo; ¿no? Sí, pero ellas no son más libres que mis piernas… también tienen condiciones de posibilidad de las que no puede huir: su pasado, su herencia, su lenguaje, su contexto. Nunca nuestra mente piensa sin un repertorio de ideas, sin un conjunto de convicciones que forman nuestra cosmovisión del mundo. Lo que pasa es que generalmente somos inconscientes de que están allí, y en la medida de esa inconsciencia es que nos gobiernan. Al igual que podemos caminar sin pensar en nada y no tropezamos… el automatismo de nuestra mente sabe infinidad de cosas sobre nuestro entorno y sobre nosotros mismos para que podamos estar caminando, y sin embargo creemos no estar pensando en nada. Primera conclusión que será premisa en adelante: no podemos pensar sin convicciones; no podemos sentir siquiera. La epojé de Husserl siempre fue una utopía.
Pues bien, tenemos sin saberlo una filosofía de vida. Un conjunto de ideas instaladas que nos permiten caminar, procurarnos de beber, elegir sin quemarnos, preferir el bien. A medida que filiamos el repertorio empiezan las contradicciones y nos encontramos ante la provocación de optar: dos enunciaciones opuestas no pueden ser verdaderas al mismo tiempo. ¿Qué hago? La salida más pronta para seguir viviendo la vida que nos empuja es la indiferencia. ¡Oh, sí que reina en nuestros días! Lo mejor que hace el hombre civilizado es adherirse a una tradición, y volvemos al comienzo: una moral provisoria. Creer en el criterio de otro, hasta formar el mío. Como hace el niño con su padre, hasta que se le cae el ídolo.
Hasta formar el propio criterio. Si es que me interesa. Muchos creen que no es necesario, que se puede ser libre con criterio prestado. Es necesario. Pero ojo aquí. Aquí empiezan las grietas. El valor de un criterio debiera sopesarse por su adecuación a la vida propia, para no usar la palabra tan odiada a priori hoy en día: realidad. Llamóse un tiempo a la verdad adecuación del intelecto a la cosa. ¡Pero cuánto temor suscita hoy esta definición! Pareciera que si el criterio puede asirse tan firmemente alguien querrá imponerme dicha verdad, en honor al verdadero bien común. Retomo, el valor de un criterio debiera sopesarse por su adecuación a la vida propia, no a la realidad unívoca y homologable a todos, sino -aristotélicamente- a las circunstancias de la realidad, que sí varían en cada uno; pero que uno no las elige. Es en relación a dicha adecuación que el criterio tiene un valor, más allá de si es propio o prestado. No por propia una opinión tiene más valor. ¿Entonces por qué digo que es necesario formar el criterio propio? Porque prestado o no, debo apropiarme de algún criterio y hacerlo mío, identificarme con él, asirlo como al lenguaje heredado y a partir de él fundamentar el valor de mis actos, responsabilizarme de ellos sin echarle la culpa a la herencia o a la tradición.
Vayamos a ejemplos menos físicos que nuestras piernas. Hemos nacido en Argentina y ello conlleva heredar este lenguaje castellano. Es ese lenguaje el que nos da la libertad de estudiar, de informarnos sobre lo que no ven nuestros ojos, de contarnos lo que nos pasa, de compartir lo que nos conviene. Uno puede enamorarse del acento francés, otro dejarse seducir por la melodía del italiano, pero no puedo extirparme el propio lenguaje por el encanto de otro, no ganaría ninguna libertad con ello. No por culpa del castellano no puedo hablar con los chinos, sino que gracias a él puedo comunicarme con los míos. Podré aprender nuevas lenguas, y ampliar mi libertad. Sí, se amplía la libertad, so pena de adecuarse a nuevas pautas de lenguaje. Adecuarse.
Adecuarse: ¿No suena muy libre hoy en día, no?
Las grietas de hoy buscan una libertad inhumana. Buscan librarse de toda convicción, de toda herencia, revelarse contra toda tradición, desligarse de la semántica del propio idioma para ir a parar a un lugar donde será imposible comunicarse. Encontrarnos, saber quiénes somos, no es un camino de huida, es un camino de encuentro. El médico podrá reunirse con un colega y debatir criterios de cómo combatir mejor una enfermedad, podrán juntos purificar métodos, corregir términos que ya no aplican en sus tecnicismos dado los últimos descubrimientos; pero ambos tienen un punto de referencia externo hacia el cual adecuar la mirada, nunca perfecta, nunca absoluta, pero sí intencionalmente sincera. Desde diferentes perspectivas, ambos suponen que la salud del paciente es un bien incuestionable. Ambos se sustentan en un criterio común que a veces no pareciera necesario poner en tela de juicio, pero al menos se replantean qué es la salud.
Hoy todos quieren la libertad. Mis alumnos de 5to. año, ya mayores de edad, intentan definirla: “que nadie me diga lo que tengo que hacer” (falacia: lo propio vale más que lo ajeno) “que pueda hacer lo que se me dé la gana sin sufrir las consecuencias” (falacia: ¿es necesario decirla? Ni Platón librado de su cuerpo pudiera aspirar a semejante libertad… ¿cortarte sin sangrar? ¿insultar sin herir?) “que no haya leyes que me impidan hacer lo que quiera” (depende de qué es aquello que quieres. Cicerón nos decía: “no hay mayor desgraciado que el que desea lo que no le conviene”).
Precisamos hacer una terapia filosófica. Es necesario que se mire el pasado sin odio y se elija concienzudamente qué criterios heredar y cuales cambiar en adecuación a nuevas circunstancias de vida. También es necesario comulgar nuestros criterios con quienes nos rodean y buscan lo mismo que yo. ¿Cómo puede ser que si todos los partidos políticos desean el bien común estemos condicionados a desmerecer cualquier criterio del otro? A no poder dialogar, a no poder eliminar diferencias reconociendo errores propios, a analizar juntos la causa de nuestras convicciones y ponerlas todas en tela de juicio… para abrazarlas nuevamente con mayor fuerza, con mayor identificación… o a reemplazarlas si es necesario.
Sabemos bien por qué, porque se sigue confiando en el criterio de otro, sin apropiarse verdaderamente del criterio, sin haber entablado una relación con la realidad, un encuentro con los demás, como si ese criterio fuera el trasfondo de mi personalidad; sigue siendo un criterio ajeno, provisorio. Menos arriesgado, pues si se equivoca, me puedo lavar las manos. Y así es como se comienza a obedecer ciegamente al ídolo, al portador de ideales socialmente reconocidos, que me elevan con su fama. Así es como somos cada vez menos libres y se ahondan las grietas, porque no podemos dialogar sobre los motivos, que desconocemos y ya dejan de interesarnos.