El 6 de septiembre de 1931 se concreta el primer golpe de estado en el país que tiene el triste privilegio de iniciar una larga galería de otros sucesos tan mustios como ese. El principal referente, el salteño José Félix Uriburu, un militar ramplón, luego del paseo castrense de aquella jornada, no tiene más que llevar adelante los principios que había estudiado en el Colegio militar, ideales viscerales para él, y que los jóvenes nacionalistas de ese tiempo se encargaban de difundir. Eran los principios del fascismo italiano llevado al poder en el gobierno de Miguel Primo de Rivera en España.
No obstante su falta del talento, advirtió que implantar este régimen requería de un grupo de colaboradores que no contaba. Por lo tanto se vuelca definitivamente hacia el conservadurismo, sector en el que se sentía cómodo ya que era uno de ellos. Dentro de este amplio segmento político, muchos entendían –y así prestaron su apoyo- que debía convocarse a comicios tan pronto como se pudiera. El que se encargó de pergeñar la arquitectura electoral fue el ministro del Interior, Matías Sánchez Sorondo.
El grupo vinculado a Agustín Justo estaba trabajando para realizar una alianza con algunos sectores del antipersonalismo radical para obtener el triunfo en las urnas.
Pero la prudencia indicaba que, pasado poco tiempo del derrocamiento, se debía hacer una experiencia piloto para medir la atmósfera electoral. Luego de varios cabildeos se decidió iniciar la ronda de las urnas con la provincia de Buenos Aires. Varios factores jugaron en ello; el sector conservador era fuerte, siempre lo había sido y ahora se mostraba renovado por el ascenso de una nueva dirigencia que reemplazaba a los viejos caudillos “vacunos”; los radicales estaban desarticulados, su principal paladín estaba en Martín García y los otros dirigentes presos, perseguidos o exiliados; para concluir, el segundo mandato de Yrigoyen no había obtenido logros.
El plan indicaba que luego de alzarse con el triunfo en Buenos Aires seguiría con Santa Fe, Corrientes, Córdoba.
Apenas anunciada la noticia, ni el calor del verano ni la pasividad de los meses de vacaciones fueron impedimento para que la estructura partidaria de la provincia se ponga en funcionamiento. Juan O´Farrel, presidente del “comité provincia” logró reunir la convención del partido y el 17 de febrero de 1931 se proclama a Honorio Pueyrredón y Carlos Noel para la contienda electoral. Ante la renuncia de Noel, lo reemplaza Mario M. Guido. Esta fórmula restañaba las viejas heridas provocadas en las disputas internas entre “yrigoyenistas” y “alvearistas”.
Con la fórmula en la calle, se lleva adelante una rápida campaña electoral con mitines en cada uno de los pueblos, improvisando tarimas ocupadas por dirigentes de todo tipo. Desde el comité de la provincia se impuso un vértigo que arrastró tanto a los viejos dirigentes como a los recién llegados a las filas partidarias.
De esta forma se llega al domingo 5 de abril en donde se llevan adelante los comicios con total normalidad. Concluidos los mismos se debían recoger las urnas que eran escrutadas por la Junta Electoral mesa por mesa, comenzando por la número uno de la sección primera.
El pulso de los resultados, que a cuentagotas salía, era seguido con gran expectativa por el pueblo. Diarios y las pocas radios estaban alerta a los datos que se conocían y uno de esos era la bocina que en el edificio de avenida de Mayo tenía el diario “Crítica”. Según cuenta Félix Luna, el propio Natalio Botana le había impuesto al speaker que usara un tono de voz triunfal y festivo cuando anunciara los votos radicales y otros luctuoso y zumbón para vocear los números de los conservadores. Todas las tardes una multitud se agolpaba frente al edificio imponiendo más dramatismo al hecho.
Para fines de mes ya la diferencia era tal que no se podía revertir lo que provocó algarabía entre los radicales, depresión entre los conservadores y un crac en el gabinete de gobierno. A los reproches le sucedieron los portazos y las renuncias; la más notable fue la del ministro Matías Sánchez Sorondo, ideólogo del plan. Los guarismos indicaban 218.000 votos para el radicalismo, 187.000 para los conservadores y 47.000 para el socialismo.
Con la suma del poder público en la mano y la anuencia de los factores de poder de la más rancia estirpe oligárquica, la anulación de los comicios no fue más que un trámite.
De todos modos, esos sectores aprendieron la lección y en adelante arbitraron los medios para no ser sorprendidos. Entendieron que contra la voluntad de pueblo no se pueden usar los medios que tan livianamente emplearon en el pasado y por lo tanto comenzaron a pergeñarse en las usinas intelectuales los modernos medios como la proscripción –siempre hay argumentos para la ocasión- o el fraude. Así es que durante varias décadas se prohijaron estas herramientas para burlar la verdadera intención del pueblo.