Por Néstor Clivati
Prosperan por estos días las analogías más pertinentes y también las más osadas, en relación a La Scaloneta y este tiempo donde su fútbol correspondido por los resultados, es una noticia que recorre el mundo; el propio Messi se encargó luego del partido en Lima de emparentarlo con el mejor Barcelona de todos los tiempos, ese que lideró el rosarino junto a una constelación de estrellas irrepetibles bajo el libreto de Pep Guardiola, para muchos, otra bisagra en la historia de este deporte.
Pasan cosas extraordinarias con los albicelestes a medida que nos vamos alejando de aquel 18 de diciembre del año pasado, no solo porque ganó todos los partidos que jugó y que su arquero no recibió goles, tampoco porque Lionel Messi ya ha dejado de jugar todos los minutos, o que Ángel Di María, que ratificara que luego de la Copa América de Estados Unidos, le pondrá fin a su carrera con La Gloriosa, ni siquiera fue reclutado para esta última ventana debido a una lesión menor, el gran valor se eleva por sobre todo punteo individual y alcanza ubicarse en lo más alto, por su comportamiento colectivo.
Resulta tentador para cualquier analista y también para los espectadores, emparentar este ciclo con nombres propios, no podemos olvidar que Daniel Passarella y Marcelo Bielsa, que dirigieron la selección mayor durante una década, no tuvieron el privilegio de contar ni con Diego Maradona, ni con Leo Messi, fueron en todo caso los paréntesis de los dos mejores jugadores del futbol mundial y en consecuencia sus etapas pasaron con poco brillo por ese tiempo.
Sin embargo y a pesar que ese dato cronológico refutaría aquello de la prevalencia colectiva, el sistema de trabajo y el perfil de los entrenadores, suelen ser determinantes para que se demuestre una vez más, el valor corporativo de un juego inspirado en la solidaridad.
Los auténticos recitales de la década de los cuarenta (cuando fue campeona sudamericana en 1941, 1945, 1946 y 1947), aquellas dos giras por Europa tras el título mundial conseguido en 1978 o las dos Copas América seguidas en 1991 y 1993, y los 33 partidos invicta podrían formar parte de los períodos en los que la selección argentina transmitió una sensación de inmenso poderío, pero acaso ningún momento se asemeje al actual, en el que el equipo albiceleste consiguió lo más difícil: un altísimo porcentaje de aceptación nacional e internacional hacia su juego y su rendimiento.
Más de un lector podrá argumentar que desde la final del Mundial, hace casi diez meses, la selección argentina no enfrentó aún a grandes rivales ni en amistosos ni en los cuatro partidos (todos ganados merecidamente) ante Ecuador, Bolivia (en la altura de La Paz), Paraguay y Perú. Eso es cierto y es lo que, de alguna manera, deja planteado un signo de interrogación para cuando deba jugar por compromisos mayores.
En cambio, sí hay un consenso en cuanto a que este equipo albiceleste, sin dudas, ofrece más garantías todavía que el que fue recientemente campeón del mundo, por una cuestión de confianza en el sistema, en los compañeros y en el rendimiento individual, con jugadores que se fueron consolidando a partir de los logros y de un ritmo que fue creciendo con el aceitamiento de los mecanismos asociativos (las pequeñas sociedades, que suele llamar César Luis Menotti, actual director general de Selecciones Nacionales de la AFA).
Si hubiera que definir con un adjetivo a esta selección argentina, habría que decir que es insoportable para la mayoría de los rivales. Cuenta con una ventaja que pocas veces ha tenido: una inmensa mayoría de jugadores de buen pie, algo que hay que relacionarlo con la muy buena visión del cuerpo técnico a la hora de las convocatorias. Esta virtud permite administrar la pelota y moverla de un lado al otro a donde mejor convenga sin temor a grandes equivocaciones.
Tanto Enzo Fernández, como Alexis Mac Allister como Rodrigo De Paul, pueden alternar en distintas funciones, pero todos garantizan lo mismo: la pelota será bien tratada y se le dará siempre buena dirección, pero eso no significa que triangulen para los costados, sino que siempre hay, por algún lado, alguien que se proyecta, que busca los huecos, que trata de llegar al arco rival por una innumerable cantidad de vías.
Cuando la dinámica genera que aparezcan muchas alternativas, ya sea por los extremos, por el medio, por remates de media distancia, por buscar a los definidores, para el rival es muchísimo más difícil, pero ante Argentina se les suma otra complicación: la presión es asfixiante y cada vez más lejos del arco de Emiliano Martínez, que además, si alguno pasa el vallado, es excelente para resolver en el uno contra uno, tal como lo viene demostrando desde hace años en la Premier League inglesa y en los últimos tiempos, con la albiceleste (por ejemplo, el pasado jueves a la noche en el Monumental frente a Ramón Sosa, en la única oportunidad neta que tuvo Paraguay).
Es decir que, para aquellos que podrían tratarnos de líricos irremediables, la selección argentina no recibió hasta ahora ningún gol en los 4 partidos de clasificación mundialista para 2026 y su defensa se mostró firme, en especial, con el destaque de Cristian “Cuti” Romero. El zaguero central del Tottenham Hotspur es hoy uno de los mejores cinco del mundo en su posición y se transformó en gran figura, lo que no obsta para que su compañero de línea, el veterano Nicolás Otamendi, haya abierto el marcador (que luego fue definitivo) ante Paraguay con una volea tras un córner de Rodrigo De Paul desde la izquierda. Tampoco desentonan en absoluto los dos laterales, Nahuel Molina y Nicolás Tagliafico, consolidados en el fútbol europeo.
Todos estos nombres propios han conseguido lo poco frecuente, articular las armonías en una lectura perfecta de partituras al talle, por eso se ha convertido en una genuina fuente de inspiración, que excede el perímetro de un campo de juego.
Los comentarios de este artículo se encuentran deshabilitados.