Por Néstor Clivati
Por Néstor Clivati
El seleccionado albiceleste viene sosteniendo una bandera de liderazgo a nivel global desde hace 2 años, comparable a los mejores momentos del fútbol brasileño, en los que parecía imbatible, incluso con distintos entrenadores y futbolistas.
Esa prevalencia coincidió, paradójicamente, con un período interminable de frustraciones criollas en diferentes procesos, algunos de los cuales, quedaron a las puertas de las consagraciones de manera providencial y abarcados por una racha de esas que desalientan a cualquiera.
Mi bitácora de viajes ha dado cuenta de muchos de esos episodios deportivos con finales desgraciados, mientras el Scracht levantada trofeos y agregaba estrellas a su escudo, en muchos casos, solo por la inercia ganadora de una era qué como todo, un día cerró ese círculo virtuoso para darle lugar al otro, al menos deseado, con el que también hay que saber convivir con hidalguía y porque no decirlo, con cierta resignación.
Entre tantas referencias que describían ese tiempo pasado esquivo en títulos internacionales para la Selección argentina hay uno que todavía perdura en mis retinas y que no está tan presente en la memoria colectiva de los futboleros. Lo que cuento sucedió también en Medio Oriente, hace 30 años en enero de 1995 en lo que FIFA llamaba Copa Confederaciones, a la cual acudían los campeones de todos los continentes y que en el caso de Argentina, dicha representación se había conseguido con la obtención de la Copa América por parte de aquel equipo que dirigía el Coco Basile, en Guayaquil 2 años antes, en una gran final ganada a los mejicanos con los goles de Gabriel Batistuta. Un equipo de guapos que se apoyaba en los liderazgos de Oscar Ruggeri, el Cholo Simeone, en la elegancia dúctil de un tal Fernando Redondo y en Batigol.
El colapso en Estados Unidos por la sanción a Diego Maradona en pleno Mundial 94 derrumbó toda candidatura de ese estelar seleccionado, para muchos, el mejor staff nunca antes reunido y poco comparable hasta nuestros tiempos. Ese golpe al mentón del orgullo criollo llevó a una revisión generacional hasta que todo cayó en manos de Daniel Passarella, otro ícono de un tiempo, donde la mixtura del coraje con el talento, seducían al futbol europeo y el Kaiser, como jugador, supo ser uno de sus modelos.
El desafío del ex capitán de River y de la Selección campeona en 1978 era muy distinto; el rol como entrenador ante semejante desafío lo llevó al límite de sus dotes como estratega, para poder restaurar aquellas heridas y dar vuelta la página.
Vuelvo a Riad, capital de mundo musulmán, donde se disputó esa edición de la Copa Rey Fahd del 95 y en la cual el equipo albiceleste, renovado en su estructura, jugó la final ante Dinamarca, campeón de Europa. A pesar de la buena fase de grupo, cayó 2 a 0 en la final en lo que fue el comienzo de una seguidilla de desasosiegos que se prolongaría casi 3 décadas. Era el turno de otra generación encabezada por el Pupi Zanetti, Roberto Ayala, el Burrito Ortega y Hernán Crespo entre otros.
Passarella se quedaría al frente del combinado nacional, hasta el Mundial disputado en Francia en 1998, otro evento con ribetes frustrantes que también quedaran en el recuerdo de una etapa de grandes jugadores, entrenadores de fustes y bizarros resultados.
LA SCALONETA, UNA FILOSOFIA DE TRABAJO
Ese dato de rigor histórico, acaso perdido en ese derrotero decepcionante de varios capítulos, encontró hace un lustro, un epílogo tan aliviador como glorioso; Argentina volvía a levantar una copa nada menos que ante Brasil y en el Maracaná, una verdadera redención que cicatrizó heridas profundas y alivió todas las secuelas de una época infame.
Ese kilómetro cero de una recuperación soñada nos ha traído hasta nuestros días, disfrutando de una nueva etapa gloriosa que se apoya en valores no siempre tan visibles en las conductas de jugadores y técnicos que han precedido, a los actuales monarcas del fútbol mundial.
Lionel Scaloni, en pocos años, pasó de una anécdota a una leyenda. Sí, así de poderosa es esta historia que nuestro fútbol está escribiendo nuevamente y con ribetes inéditos en estadísticas y estética de juego.
Las razones de esta vigencia han echado raíces y ya nadie se atreve a atribuirlas a una sucesión fortuita de resultados, el tiempo demostró que el trabajo de un equipo técnico con un liderazgo sustentable en coherencia y perseverancia, puede entregar a cambio, primero una filosofía de trabajo convincente para jugadores con diferencias generacionales llamativas; un sentido de pertenencia sin impostaciones mediáticas vacías y finalmente, una síntesis casi perfecta como corolario de todas estas herramientas, que aun no siendo infalibles, argumentan lo incuestionable de un ciclo que marca el estilo de una época.
El entrenador argentino no pierde oportunidad de divulgar lo transitorio de esta estrella ganadora que lo ilumina hace más de 5 años, en los cuales ganó todos los duelos colectivos y los reconocimientos personales; Scaloni es un modelo en el que mucho pretenden reflejarse por su austeridad pública y su inteligencia emocional, una combinación que seduce pero que requiere de compromisos de severas exigencias como la empatía para gestionar y el conocimiento para ejercer una delicada autoridad en medio de una selva de egos y presiones.
Es legítimo que los argentinos vivamos este momento con euforia, no se trata de un placebo de la historia, es algo más duradero y sanador de tantas heridas, sin dejar de admitir que no estamos ahora condenados al éxito. Curarse en salud, tampoco viene mal….
(*) Néstor Clivati es periodista acreditado por La Opinión para la cobertura de las Eliminatorias Mundial 2026.