Por Fiorella Martina
Hoy, miércoles 11 de septiembre, se celebra el Día del Maestro en la Argentina. En todos los rincones del país, hay una maestra que hoy aprovechó para levantarse más tarde (en la medida de lo posible), que recibió algún desayuno especial en la cama y que no pensó (aunque puede ser de lo más difícil) en la rutina de todos los días.
En uno de esos rincones, el de Rafaela, las maestras de las escuelas de la ciudad están descansando. O eso intentan… porque sí, las maestras son maestras las veinticuatro horas, los siete días de la semana.
Era chica cuando me di cuenta de que mi mamá era una de ellas. Ya no tanto en mis recuerdos, pero sí en su memoria, la acompañé muchas veces a cursar algunas materias, y me hice querer por más de una bibliotecaria. Cuando entendí que era maestra, ya era grande (lo que se puede decir “grande”, seis años) y usaba un guardapolvo blanco impoluto con mi mochila de carrito preferida. Al lado, en todos los comienzos de año lectivo, estaba mi mamá con su guardapolvo y su maletín negro.
Juntas íbamos a la escuela; ella firmaba su llegada en dirección y yo seguía camino para encontrarme con mis amigas de ese entonces. La veía, ella hablaba con otras maestras y con la mía también; mi maestra no era mi mamá, no podía serlo, así que me acostumbré a siempre verla a la entrada y reencontrarme a la salida, para ir a casa otra vez.
El tiempo fue pasando; yo crecí y empecé a entender cada vez más lo que ella hacía. En mi casa, la mesa estaba llena de libros, y de papeles, y de carpetas, y de lapiceras de colores. La cena se armaba en un rincón, donde podíamos poner el mantel y los platos, lo justo, lo que entraba. Yo me distraía con los sellos y a veces me quedaba a ayudarla cortando fotocopias o ‘babachitos’; así llamaba a las ilustraciones que gentilmente pegaba en las carpetas y cuadernos, para corregir las actividades. Según recuerdo, sus alumnos competían y se esforzaban para que le toquen cada vez dibujos más lindos. Eran realmente lindos.
La época de libretas no era la más agradable de todas, quizás por la cantidad de trabajo y de 'excelentes', 'satisfactorios' y 'muy buenos' que tenía que poner sin un solo error. Equivocarse significaba volver a empezar, y muchas veces ya era de madrugada. Yo dormía, pero todos sabíamos cuándo se apagaban las luces por completo, muy muy tarde. Pese a la trasnochada, se levantaba, me preparaba y nos íbamos, siguiendo la rutina de todos los días, la que a veces nos gustaba y otras veces no tanto. Con los años se sumó mi hermana, que también iba a la misma escuela. Las tres llegábamos y nos separábamos, esperando el pronto reencuentro.
Yo me imaginaba lo que hacía mi mamá por ver a mi maestra, pero no había tenido muchas oportunidades de verla en acción. Cuando la tuve, me recuerdo grande, adolescente, yendo a llevarle algo y volviendo a hacer mis tareas de secundario. Mi mamá tiene una voz increíble, alta, que llega hasta el fondo del aula. Sus alumnos, que también me conocían a mí por ser ‘la hija de la seño’, la querían y la abrazaban hasta arrugarle el guardapolvo. Ella no olvidaba jamás sus nombres, aunque algunos eran muy difíciles, y otros, repetidos; sobrevivía también a los gemelos y aprendía cómo diferenciarlos. Hace muy poco, en el cumpleaños de mi prima, reconoció sin dudarlo a su alumno, que dejó de ver a los siete años y que ahora tiene más de veinte: “Yo te di clases a vos, ¿no cierto?”. Y sí, era él. Se acordó de su cara y de lo bueno que era. Creo que hasta pudo esbozar alguna anécdota.
Por años, tuvo los primeros grados, con la responsabilidad que eso significa. Alfabetizó a una centena de niños, pero también enseñó a atar cordones, a pegar fotocopias sin exceso de boligoma, a escribir dentro del renglón y a no saltear hojas del cuaderno. Mi mamá no se asustaba con los vómitos, los dolores y las urgencias, las rodillas raspadas por correr en el patio y la fiebre alta. Mi mamá cuidaba de esos chicos como cuidaba de nosotras en casa.
Así pasaron los años y yo volvía a la escuela para ayudarla con los preparativos de algún acto patrio, actuar o bailar. Estuve presente hasta que pude, y cuando terminé la secundaria me alejé casi por completo. Viviendo lejos por la universidad, me desentendí de su labor, de cuándo se apagaban las luces en casa, de cómo hacía para organizarse con mi hermana y los quehaceres hogareños. Cuando venía de visita, me reencontraba con eso y con una mamá a veces muy cansada, a veces muy contenta. Mi hermana la ayudaba, un poco había ocupado mi lugar, y volvíamos a esas reuniones nocturnas que no sabía que extrañaba.
Mi mamá es la mejor maestra que conocí, y eso que conocí a varias. No lo digo por ser su hija (o quizás un poco sí), sino porque realmente fui testigo de lo que es serlo, del esfuerzo, las ganas y la pasión, de cómo le dolía alejarse de sus alumnos si se enfermaba, de cómo extrañaba el aula, el olor a tiza en sus manos, la dependencia absoluta con eso que era su trabajo, pero también su vocación.
Sé que algo de eso heredé, y aunque a veces reniego (y ella lo sabe), sería muy tonto negarlo. Prefiero explorarlo, ver a dónde me lleva. Mi mamá me mostró un camino espectacular, a veces sinuoso, laberíntico, pero hermoso y de un valor increíble. Eso elijo recordar y revisitar en mi memoria. Y sé que ella también.