Por Antonela Cerutti *
Cuando muchas mujeres cumplíamos 15 años nos daban a elegir entre la fiesta o la moto. ¿Una moto? ¡Sí! Nuestros padres -adultos responsables- nos ofrecían como alternativa un vehículo para el cual, siendo menores de edad, ni siquiera podíamos obtener la licencia de conducir. Esa licencia que se otorga, justamente, cuando demostramos tener los conocimientos necesarios para estar al mando de cualquier vehículo motorizado y superamos los exámenes físicos y teóricos.
Esto habla, sin dudas, de una mala cultura vial que se repite hasta hoy en varias localidades de nuestra provincia de Santa Fe y de nuestro país. No existe una percepción real del riesgo ante conductas que sí son temerarias.
¿Por qué nos asustamos al ver una araña grande o una víbora? ¿Por qué sentimos miedo ante una tormenta fuerte? ¿Y por qué, en cambio, no nos da miedo circular en moto sin casco? ¿Por qué no nos genera temor ver a una madre con tres hijos en moto sin ninguna medida de seguridad?
Creemos que, como nunca nos pasó nada, nunca nos pasará. Pero en la siniestralidad vial, los daños son irreversibles.
La decisión diaria de colocarse el casco al salir a la vía pública es, literalmente, la decisión de saber que, si tenemos un accidente, tendremos un 80% más de probabilidades de sobrevivir. Este dato no es menor en un contexto donde los actores más vulnerables son los motociclistas y sus acompañantes. Cada año, entre el 40 y el 50% de las personas fallecidas en siniestros viales son ocupantes de moto.
Además, la teoría del “efecto dominó” indica que, por cada siniestro gravísimo con muertes o lesiones permanentes, se producen 30 siniestros de menor gravedad y 300 incidentes leves sin secuelas significativas.
Las consecuencias no solo dañan a las familias, sino también a la sociedad en su conjunto. El sistema de salud destina buena parte de los ingresos a víctimas de siniestros viales. Estos incidentes constituyen la principal causa de muerte entre jóvenes de 15 a 35 años, y la tercera causa en todas las edades. No se trata únicamente de la pérdida de vidas, sino también de la pérdida de productividad, de daños materiales, y del impacto emocional: ausencias irreparables que dejan tristeza, desamparo y desolación.
La moto es algo más que dos ruedas. Es el vehículo motorizado más económico para la movilidad diaria por su bajo costo de compra, mantenimiento y consumo. En algunas provincias incluso supera al automóvil en cantidad de unidades registradas. En Santa Fe podríamos hablar de un empate técnico.
Pero, al mismo tiempo, es un vehículo en el que el conductor no cuenta con carrocería de protección. Por eso debemos actuar para protegernos: para no ser parte de quienes se han caído de la moto y no han podido levantarse.
El casco es el principal elemento de protección para un motociclista, pero no el único. Existen trajes de seguridad conformados por camperas, pantalones y guantes confeccionados en cuero o materiales resistentes, como los textiles técnicos utilizados por quienes circulan en rutas y autopistas. También es fundamental incorporar prendas reflectantes, especialmente al conducir de noche o en condiciones de baja visibilidad.
La moto no fue diseñada para hacer wheelies, ni las calles de la ciudad para correr picadas. La moto es un medio de traslado que debe respetarse y mantenerse en buen estado de circulación. Necesitamos cortar con la inercia de una cultura vial que sigue costando vidas. Respetar las normas de tránsito es un buen comienzo. Acelerar sin superar los límites y frenar en las esquinas es imperativo.
Seamos la generación de jóvenes que no muere en el camino.
(*) Ingeniera Civil – UTN Rafaela. Ex directora de la Agencia Provincial de Seguridad Vial (APSV) de Santa Fe. Directora de la Diplomatura en Gestión de la Seguridad Vial, UTN Rafaela, de septiembre a diciembre de 2024. Asesora en movilidad y gestión de la seguridad vial.