Por Héctor E. Puig
Por Héctor E. Puig
"Mirá lo que traje. Si lo completás, Argentina va a ser Campeón del Mundo. Si colaboramos en esta se nos da, ya vas a ver", me dijo mi papá.
Corría el año 1975, el país se debatía entre el ser y la nada. Fue la nada pero esa es otra historia. Lo que traía el viejo era un álbum rojo para completar con el reverso de las tapitas de Coca Cola. El entretenimiento consistía en pegar una transparencia con los escudos nacionales completando la historia de los Mundiales. Nunca lo habíamos ganado, pese a ser los campeones morales, la presentación más digna había sido la humillación de Rattín en el 66. Del 30 nadie se acordaba.
El 75 había sido un año inolvidable veníamos del doblete y después de 18 años. Los goles del Puma Morete. El adiós a los fantasmas y el fin del mote de gallinas (para hielo grande tendríamos que esperar hasta el 86). Por ese año cumplí los diez y aún estaba fresco lo de Carrizo a los uruguayos. Algunos memoriosos recordaban la adelantada de Roma y por supuesto la mano de Gallo y la indiferencia de Nimo. Todo quedó enterrado con el gol de un tal Bruno. El 76 fue un año duro para todos. En junio la murienda que no circulaba en Falcons verdes por los caminos de Ambrosetti se llevó montada en el humo de un jockey los pulmones del viejo y me dejó un vacío que debía llenar con tapitas y gritos ensordecedores a Comelles y a Merlo. Suñé nos madrugó y los bosteros empardaron nuestra hazaña del bicampeonato. Un brasileño que le pegaba como los dioses nos clavó un 3 a 2, a los 85 después de remontar 0 a 2.
La Libertadores, un sueño. Primero Peñarol, después Cruzeiro, el mismo Pinino Más y los cantos “ River la copa se mira y no se toca”. La pucha que se miraba y cuando el Loco les paró el último penal a los mismos que nos habían vacunado. Ellos la tocaban y nos la refregaban y cuando les metieron tres, de visitante a esos alemanes que parecían panzers de hojalata.
De nada sirvió sacarles dos puntos al Independiente del Eterno Bocha. Solo el adiós del inolvidable Mariscal. Al principio del 78 todos fuimos un poco de Quilmes, atajamos con Palacios y metíamos goles con Andreuchi. Hasta fuimos fanáticos de Estudiantes de Buenos Aires la noche del 0 a 0.
El 1 de junio pintamos el mundo de celeste y blanco. El Beto con la 1 y el Pato con la 5 (cosas raras los números de ese Mundial). El desafío ahora era ser el mejor, no hablo de cuestiones de estado, hablo de la fibra futbolera. Vendrían a casa y los estaríamos esperando con las garras afiladas. Saqué el álbum rojo cubierto de tapitas y me senté frente al Noblex de 14 pulgadas a ver el acto inaugural. Tenía mucha gente cerca pero el vacío tomaba dimensiones casi inexplicables para mis 12 años.
Tanto habíamos hablado, tanto habíamos sufrido, y ahora estaba allí solo, sin poder compartir un comentario o un abrazo, los de afuera si que eran de palo. Cuando el polaco con nombre de batracio hizo el primer gol o el petiso francés endiablado marró el empate, conservé la calma, aún con el gol de Bettega me sentí protegido. Estaba allí junto a mi insuflándome seguridad y confianza. Los que me veían preguntaban ¿a ese qué le pasa?, no tiene sangre, otro contestaba... "dejalo es el hijo de la viuda". Pero el hijo de la viuda era el único tranquilo, el único que confiaba. La respuesta llegó, reapareció el matador metiéndole dos goles a esos mismos polacos que cuatro años atrás le habíamos hecho un lindo regalo, Leao señalando el brazo lesionado de Luque y el Negro Ortiz comiéndose ese inmenso gol que hubiera liberado tantas sospechas.
El final, los hermanos peruanos que nos debían la del 70, la tan mentada diferencia, los barcos con trigo y que se yo que cuantas cosas más. La vida me enseñó, años más tarde que no es solo ganar, pero en ese momento hubiera dado mi corta vida además de lo demás para jugar el 25 de junio de 1978 en el Monumental. Ese domingo no quería levantarme, sentía la presión, como si yo también jugara.
La vieja se endeudó hasta los huesos y pudo comprarme la antena de aire, que le decían la multicanal, para que no fuera a molestar por allí a ver la final (seguro había escuchado la historia). Me acomodé con la radio, una gorra con el gauchito del Mundial, y mi álbum completo. Había cumplido mi parte. Cuando el Kaiser se peleó y le hizo sacar el yeso a Van de Kerkoff, sentí, empezamos ganando. El gol de arremetida del Matador (como lo diría Víctor Hugo, años después) calmó la ansiedad.
Mi número preferido es el cinco y sospecho que es por las tapadas milagrosas. El Pato fue para mí la señal que había que sufrir pero que estaría resuelto. Al final de los noventa con el gordo Muñoz, diciendo que éramos derechos y humanos, la cosa parecía complicarse. Confieso que años más tarde comprendí por lo que pasaba el país en ese momento, en la florida Hersilia, solo se difundía el “por algo será”.
Pero aún hoy, y más allá de todo me resisto a mezclar las cosas, mezclar las ambiciones propagandísticas de la dictadura con el inigualable candor de la infancia, la felicidad de ver esa doble pared entre Bertoni y el Matador sentenciando la historia. Y declarando que Argentina ocuparía a partir de allí un lugar (después el Diego endosaría ese cheque). Me resisto a creer que no fue genuino y que intentaban manejarnos.
¿Por qué no íbamos a ser campeones si yo me esforcé para llenar mi álbum? Eso dijo mi padre antes de morir por qué no lo creería. Cuando terminó salí a la calle y entre autos lo vi saltando dentro de una carroza plagada de futboleros, una carroza que me imagino, habrá circulado por todos los pueblos donde habría pibes, huérfanos y solitarios como yo invitando al festejo. Vení dijo, vos hiciste tu parte, la pasión se siente en el corazón por eso es auténtica. Viste lo que traje, te traje un campeonato, disfrútalo campeón.
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