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Notas de Opinión Sábado 16 de Mayo de 2015

¿Adónde hemos llegado?

Los cambios en Occidente y el ser desde el nosotros.

REDACCION

Por REDACCION

Por Luis Jorge Jalfen (*)


El título, al hablar de Occidente, no se refiere a un lugar geográfico, ni siquiera a una cultura; representa un modo de ser de las cosas. Ello implica que lo que habitualmente se con­sidera Occidente -Europa, América Latina y América del Nor­te- en este momento se ha extendido a todo el planeta. Para comprender este modo de ser de las cosas conviene remontar­se brevemente al nacimiento y al renacimiento de esa modali­dad en dos momentos denominados históricos: Grecia y la Edad Moderna.

Con el pensamiento "griego" surge una noción de la reali­dad totalmente distinta de las imperantes en las mitologías existentes hasta ese momento (si lo pensamos desde la linealidad que nos propone la historiografía). Es fundamental el pa­pel que en ese cambio del juego cumplen la filosofía y la matemática; entre ambas sientan el criterio de cientificidad. Sin embargo, el criterio científico se refuerza en lo que se co­noce como Renacimiento, a partir de la matematización de las cualidades secundarias de los cuerpos. Esto implica la conver­sión de la matemática postpitagórica en física y en química, en matemática de las plenitudes. La matemática griega de la época clásica que, a través de la geometría y la aritmética era sólo formal, en la Edad Moderna -según E. Hussert- comien­za a involucrarse en la lectura del sentido global de las cosas. Tanto la física como la química empiezan a matematizar el co­lor, la densidad, el olor, el sonido, etcétera. Con ello nace la matemática de los cuerpos. Por eso con la aparición de la quí­mica y la física surge también la naturaleza (tal como noso­tros la entendemos).

Lo que en el mundo griego era Neptuno, Artemisa o Zeus, no responde al concepto objetivista de naturaleza apor­tado por la perspectiva químico-física de la realidad. Es Rena­to Descartes -entre otros- quien levanta un acta (por decirio en términos jurídicos) de esa transformación de las cosas. Descartes presenta al mundo dividido en dos órdenes: el de la res cogitans y el de la res extensa. La res extensa represen­ta el mundo de la Naturaleza, el llamado mundo de la materia. La res cogitans, por su parte, representa el mundo del sujeto pensante, el mundo del espíritu.

Esta división entre Naturaleza y psiquismo, entre cosa ex­tensa y cosa pensante, o entre lo material y lo histórico, tam­bién es una novedad del Renacimiento. En el panorama de la teología medieval no tiene sentido hablar de una historia en­frentada a una Naturaleza.

El pensamiento cartesiano testimonia la partición del mun­do en dos esferas de realidad. Si pensamos que ello se suma a la partición platónica, a partir de allí rigen en nuestra cultura una serie de dualidades tales como el cuerpo y el alma, la tie­rra y el cielo, lo profano y lo sagrado.


LO MATERIAL Y

LO ESPIRITUAL

Tenemos un mundo dividido entre lo material y lo espiri­tual. Las ciencias físico-químicas delinean para las cosas un rostro material que deja fuera de ellas cualquier idea simbólica. Se trata del imperio de lo atómico molecular regido funda­mentalmente por una matemática del espacio-tiempo pretendi­damente aséptica. Se trata del espacio y del tiempo formales, regentes del reino de la cantidad que han ocultado una dimen­sión cargada de significación que atraviesa lo numérico. Estas ciencias saben -o por lo menos así lo sostienen los epistemólogos- que trabajan con modelos hipotético-deductivos.

Sin embargo, en sus efectos desconocen que trabajan con hipóte­sis arbitrarias. Por ejemplo, todos tenemos relaciones con el saber de la medicina alopática (que tiene raíces físico-quími­cas) pero nuestra habitual idea de ella es que opera con la rea­lidad y no con órdenes simbólicos.

Dijimos antes que Occidente es un modo de ser de la rea­lidad: la separación de la Naturaleza y el espíritu. No tiene sentido esa división en las culturas mesoamericanas, ni en las tradiciones persas, hindú, china o japonesa. Pero actualmen­te tanto en Pekín como en Nueva Delhi, en Madagascar como en La Paz, en Toronto como en Sidney imperan los criterios científicos para comprender lo real. Dicho de otra manera, ese saber rige en la política, en la educación, en la salud, en la con­cepción del trabajo. Todas esas prácticas están impregnadas del criterio objetivista que acabo de exponer. Debido al creci­miento de este particular saber, se han ido anulando las singu­laridades regionales en favor del logocentrismo occidental.

Las culturas regionales o insulares que todavía quedan en América o África resultan absorbidas por este criterio univer­salista. Dentro de esa perspectiva general ha dominado un concepto del hombre inspirado en los mismos prejuicios dualis­tas del Renacimiento histórico. Esta idea de lo humano aflora claramente en la Revolución Francesa bajo el lema "libertad, igualdad y fraternidad" y ha sido sobre todo reivindicada por los movimientos socialistas de este siglo.

Así la Revolución Francesa se convierte en el modelo ideal a imitar identificándose con la civilización. Aquello que es diferente es negado y remitido al lugar de la barbarie. Sin posibilidades de ser diferentes siendo desde el nosotros, vivimos condenados a reproducir el paradigma europeo-occidental.

No se trata de negar el progreso científico - tecnológico, sino de incorporarlo desde nuestra particular situación histórica.


(*) Escritor y filósofo argentino. Este artículo es una colaboración de Paideia Libros.

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