Por Rodolfo Zehnder
Podemos conceptualizar a un dilema como una situación difícil, comprometida, en la cual existen varias posibilidades de actuación y no se sabe a ciencia cierta cuál de ellas elegir porque ambas son igualmente buenas o malas. Dicho de otro modo, se trata de un problema que puede resolverse a través de dos soluciones, pero que ninguna de las dos resulta completamente aceptable; o que, por el contrario, ambas resultan igualmente aceptables. De modo que, al elegir una de las opciones, la persona no queda del todo conforme.
Esto puede ser de aplicación al reciente caso del triunfo de Bolsonaro en Brasil; de algún modo también al de Trump en 2016 (acotado en estas últimas elecciones legislativas) en Estados Unidos; y queda bajo el criterio del lector el análisis si, también, no podría eventualmente aplicarse a la Argentina.
El triunfo de Bolsonaro sorprendió a muchos, pero lo extraño es precisamente eso: que haya sorprendido. Incluso para varios opinólogos, tal resultado resultó extraño, cuando no insólito. Trataremos de demostrar lo equivocado de tal -fallido- pronóstico.
Sesgados por preconceptos ideológicos, y por esa manía tan nuestra de analizar los procesos foráneos con los elementos y categorías de juicio locales, como si nuestra idiosincrasia fuera universal, a la sorpresa sucedió -para los susodichos- el espanto.
Lo de Bolsonaro, a poco que se estudie el fenómeno, no puede sorprender a los avisados. Un vasto sector del cuerpo electoral estaba harto del “sistema”, de lo que representaban -algunos bien, no obstante- los partidos políticos tradicionales, los políticos de siempre, ignorantes de los profundos surcos que en el alma colectiva iban dejando las heridas de la corrupción y la sensación de que esta clase política, si no era cómplice o prebendista, al menos se mostraba incapaz de solucionarlo. Y no era el único flagelo: la inseguridad, y la violencia de una delincuencia cada vez más numerosa, feroz y sin códigos, eran moneda corriente, y desfilaba frente a aquellos ojos del poder tradicional con desparpajo e impunidad. Contra todo ello se alzó el miedo; y la voluntad de hacer un giro de casi 180 grados, aun intuyendo que era casi un salto en el vacío. De modo que el vuelco hacia la “derecha” (con toda la ambigüedad que ese término “demodé” nos genera) era previsible: deseable por muchos, indeseable para otros tantos, no deja de exhibir un enorme signo de interrogación: si de seguridad hablamos, recuerda Bauman (“Daños colaterales”) no puede soslayarse que suele estar en pugna con los aspectos éticos. Y lo de Trump no se entiende si no se repara en las consecuencias negativas de una globalización que expulsa mano de obra, y la sensación de que el “progresismo” de las élites de Washington marchaban a contramano de las reales necesidades de vastos sectores teñidos de conservadurismo.
Las minorías brasileñas -tan ruidosas, ganando la calle, como en casi todo el mundo occidental- demostró que, pese a su fuerza y sus ruidos, no eran sino eso: minorías. La historia es pródiga en ejemplos de cómo las minorías pueden torcer los rumbos y marcar la agenda: ¿Acaso se puede afirmar que fue una mayoría la que determinó la crucifixión de Jesús? ¿O la que condujo a Alemania al desastre del genocidio y la auto-destrucción? También entre nosotros fueron minorías las que protagonizaron la trágica década del 70, cuyas heridas no alcanzamos a cicatrizar.
Es claro que las minorías tienen una ventaja, y muchas veces se imponen por defecto: porque la mayoría silenciosa se queda en su casa, rumiando y lamentándose, pero sin hacer ruidos ni expresarse. Salvo al momento de votar, claro, y de ahí vienen las “sorpresas”.
Zazpe habló una vez de esa “Argentina profunda”. De las mayorías silenciosas tan insertas en el alma de un pueblo, que no destruyen plazas ni monumentos públicos, que no tienen demasiada cabida en los medios masivos de comunicación, que no hacen ruidos ni insultan. Pero que está, que subyace, y que sólo se anima a expresarse en los períodos democráticos, haciendo del voto su única arma, su única defensa frente a los -absolutamente minoritarios- violentos de turno.
Esa mayoría se expresó en Brasil y en Estados Unidos, donde todavía ahora nuestros opinólogos de turno se siguen preguntando por qué ganaron los que ganaron: los “outsiders”, los anti-sistema, los nacionalistas y “populistas” al “uso nostro”. Opinólogos a quienes no los une el amor, sino el espanto.
Que nadie interprete que estoy alabando procesos: trato de entenderlos. Ni que me agradan las figuras ganadoras mencionadas. Pero sería bueno tratar de comprender los fenómenos, y no demonizarlos partiendo de categorías de análisis universales y a-históricas, olvidando la dinámica propia de cada pueblo. No vendría mal un poco de fenomenología, como propugnaba Husserl (“Ideas I”), porque sólo el análisis en profundidad puede atenuar la acumulación de errores.
Habría que analizar qué más podrían hacer las mayorías silenciosas, amén de votar cada dos años: las formas de democracia semidirecta (consulta popular, referéndum, plebiscito, en cuestiones claves) parecerían ser, si no una solución, al menos un atisbo en pos de una auténtica y no esporádica participación. Siempre y cuando, claro está, no nos sintamos perfectamente representados por nuestros gobernantes, quienes desde sus recintos cuasi sagrados creen representarnos fielmente y uno no sabe si realmente lo piensan así, y por qué, cuando el divorcio entre gobernantes y gobernados -que pretenden superar los Bolsonaro y los Trump- parece una constante en los tiempos posmodernos que transitamos.
En definitiva, coexiste un rosario de antinomias que bien pueden constituir dilemas, porque parecen excluyentes y su solución es compleja y ambivalente: gobierno de las mayorías-cogobierno o respeto de las minorías; globalización-unilateralismo; nacionalismo-liberalismo; librecambismo-proteccionismo; neoliberalismo-populismo; máxima tolerancia-tolerancia cero; garantismo-mano dura; partidocracia-nuevo republicanismo; principismo-pragmatismo; integración regional-acuerdismo bilateral; evolucionismo-creacionismo. La verdad, y la virtud, como enseñara Aristóteles (“Ética a Nicómaco”) parecieran estar en el término medio, y en la búsqueda de encontrar soluciones plausibles a tantos dilemas, hay pueblos a los que se les va la vida o pierden el tren de la historia.
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