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Notas de Opinión Jueves 8 de Noviembre de 2012

Ciudadano-contribuyente

“Pagar impuestos es un hecho individual de trascendencia social. La cultura tributaria, razón moral que enlaza ambas dimensiones, no madura porque desde el ámbito estatal se concibe a los contribuyentes como meros pagadores: anónimos y distantes, dispersos y sometidos”. G. LoCane.

Vicente R. Ceballos

Por Vicente R. Ceballos



El ciudadano que orienta su comportamiento social a favor de una respetuosa y provechosa convivencia, que cumple con sus obligaciones comunitarias y paga sus impuestos sin pensar en moratorias y blanqueos, es, de manera creciente, el gran ignorado de la historia que se escribe diariamente. Más aún, padece el agravio, o la burla, de la inequívoca realidad que construye sin pausa la corrupción en las variadas formas con que manifiesta su deletérea presencia.

Es por demás conocido que no todos los obligados pagan (cuando lo hacen) de acuerdo a lo que les corresponde, ni algunos administradores públicos actúan conforme la misión que se les confía. La elusión de las obligaciones contributivas, por un lado, y el accionar irresponsable y/o marginal a la ley, por el otro, gravitan pesadamente en el abierto proceso de decadencia que atraviesa lo institucional y político y golpea duramente en lo social. Recomponer los vínculos sociales profundamente dañados por corrosivas prácticas expuestas hasta el hartazgo, impondría, básicamente, dar al principio de la igualdad ante la ley el valor rector supremo que es hoy objeto de menosprecio y desdén.

Lejos se está de toda intención de rectificar un orden de cosas caracterizado por el acoso tributario in crescendo, la falta de transparencia en el manejo de los recursos reunidos y la evidencia de que la carga impositiva recae cada vez con mayor peso sobre los sectores medios y bajos. ¿Por qué ocurre esto? En principio, si todos contribuyeran en la medida correspondiente y el Estado fuera eficiente, seguramente las imposiciones serían de menor cuantía y más provechosos los resultados de las gestiones de gobierno.

El argumento de que el Estado, o el gobernante, dilapida o malgasta los recursos ha servido en buena medida para justificar el comportamiento evasor, a esta altura convertido en una aceitada práctica generalizada cuyos efectos padece una ciudadanía indefensa. Como suele decirse, el pato de la boda, el expuesto universo de contribuyentes que sólo cuentan como tales para un sistema que mayormente los ignora como sujetos de pleno derecho. Puestos en esa condición de desamparo, son víctimas de la transgresión recurrente asentada, consecuencia inequívoca de la profunda crisis política subsistente, claramente evidenciada, y en riesgosa situación, en el alterado clima institucional de la República.

¿Qué decir, al respecto, acerca de la representación de los ciudadanos en los órganos legislativos? ¿En qué medida son considerados responsablemente, en tanto sujetos con derechos y obligaciones, al momento de la sanción de la carga fiscal que los compromete? En ese caso, quién garantiza al contribuyente que su aporte será aplicado, y debidamente acreditado esto, conforme el propósito u objetivo para el que fuere creado? En tal sentido, el legislativo, contralor natural del poder administrador de los bienes públicos, cumple de manera efectiva esa función, tomando en cuenta que representa a la ciudadanía? A la que pertenecen, precisamente, los ciudadanos-contribuyentes. Los que sostienen al Estado, comprendidos la Nación, las provincias y municipios. La realidad da pie a un interrogante: ¿La política ha sido, de algún modo, “colonizada” por la economía?

Un binomio no resuelto

Se trata de la dupla “ciudadano-contribuyente”, no resuelta en términos de una democracia madura, de ciudadanos informados y participativos. Benjamín Gallegos Elias, economista mexicano, plantea la necesidad de “recuperar a la política como una acción cotidiana del ciudadano”, de manera que este, en tanto contribuyente, recupere “su interés respecto de los recursos sociales que administra el Estado”. Asunto “fundamental de la relación ciudadano-contribuyente y el Estado”, resalta.

En un ensayo sobre el tema, cita al sociólogo portugués Boaventura de Sousa Santos, según el cual las organizaciones que “luchan por una democracia más amplia (…) tienen que ser democráticas, y hoy en día vemos que la democracia, como régimen político, se está haciendo con gente que no es demócrata, se dicen demócratas pero son autoritarios, son corruptos, y por eso no son una esperanza para nosotros”.

Promover una democracia con mayor participación ciudadana en la cosa pública, dada en el marco de la institucionalidad reconocida, exige la remoción del obstáculo representado por el notorio descreimiento predominante respecto de los funcionarios políticos. No son excepcionales los casos de corrupción en la esfera pública, y el hecho de que en su mayoría se conviertan en causas perdidas termina abonando la ya manifiesta desconfianza del ciudadano hacia la política. La falta de condigna reparación del daño causado al interés común se refleja en el desinterés advertible, una suerte de entrega a una realidad que se supone inmodificable.

Marco así creado en el que se afirman estructuras políticas conformadas por virtuales profesionales de la política que, intercambio de roles mediante, construyen su propia sucesión obturando todo canal de participación que escape al esquema o propósito que los guíe. Favorecida la discrecionalidad operativa, el ocultamiento u opacidad de los actos es una consecuencia lógica. El control y la transparencia, entendidas como obligaciones naturales para con el ciudadano, no encajan en la versión democrática que ofrece el poder administrador.

A modo de cierre de un tema que, por supuesto, excede largamente el contenido de estas líneas, valga la inclusión de lo asentado por Natalio R. Botana en un valioso estudio que titulara “La ciudadanía fiscal”. Dice el reconocido politólogo que el “vínculo entre el Estado y el ciudadano, mediado por el pago de impuestos, supone de parte de los sujetos no sólo comprobar lo que realmente ocurre, sino también un juicio implícito acerca de lo deseable y lo indeseable, de lo justo y de lo injusto, de lo que es equitativo y de lo que no lo es. En él está en juego, según muestran Juan J. Llach y María M. Harriague, una `correspondencia´ entre el ciudadano, el pago de impuestos y la administración y asignación del gasto público”.

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