Por Redacción
Por: Ernesto Tenembaum
El debate sobre qué debe publicar y qué no la prensa –tan agitado por motivos obvios en estos años en la Argentina– ha adquirido una dimensión mundial a raíz de las filtraciones de documentación secreta norteamericana a través del sitio web Wikileaks y de cinco de los diarios más prestigiosos del mundo. La vocera indignada de la visión restrictiva –la prensa no debe publicar aquello que hace daño a un Gobierno– no fue esta vez un presidente de un país del Sur indignado por las revelaciones de corrupción en su Gobierno, ni tampoco un intelectual que acaba de leer a Noam Chomsky, sino nada menos que la secretaria de Estado norteamericana, Hillary Clinton. “No sólo es un ataque –ataque, fue la metáfora militar utilizada– a la diplomacia norteamericana, sino a la comunidad internacional. Pone la vida de personas en peligro y amenaza nuestra seguridad nacional.” Casi, casi, como un ataque a las Torres Gemelas pero por vía de la información. Desde los medios de difusión, se respondió lo obvio. “Nuestro trabajo no consiste en que los gobiernos se sientan cómodos”, dijo, por ejemplo, el director de El País de Madrid.
En general, ante informaciones incómodas, el manual de los gobiernos –de sus ministros, de sus voceros, de sus seguidores– suele incluir tres pasos muy sencillos. El primero consiste en no discutir la veracidad de la información, porque ese detalle resulta irrelevante, como se verá. En el segundo paso se califica a la información como un grave daño para la democracia, el mundo occidental, el socialismo, el Gobierno nacional y popular, o el Vaticano, según quién sea el afectado. Luego, se cuestiona la autoridad de la fuente para emitirla, sea esta el Washington Post (caso Watergate), Página 12 (Swiftgate), Wikileaks, Clarín (tráfico de armas a Perú y Ecuador/e-mails de Ricardo Jaime) o Pontaquarto (sobornos en el Senado). De todos ellos, en cada caso, se puede decir algo, real o inventado.
No por obvia, la táctica deja de ser inteligente ya que cambia el eje de la discusión. Ya no sólo se trata de la información que el Gobierno pretendía ocultar sin éxito sino de otra cosa: el complot de un poder maligno que intenta debilitar, por medio de su difusión, a aquellos que luchan por la justicia y el bienestar de los seres humanos. De un lado está el bien –que son los gobiernos, sus militantes, sus ministros, sus periodistas– y del otro el mal –una conspiración oscura y poderosísima que se expresa a través de los medios de prensa, que son, así, globalmente, sin matices, corporaciones al servicio del demonio–. Una campaña antiargentina, por ejemplo.
La reacción de Hillary Clinton es, en realidad, un clásico. Es la misma que tuvo Richard Nixon ante el Watergate, los líderes de los países comunistas cuando la prensa occidental revelaba las masacres del estalinismo o, en territorio más doméstico, Carlos Menem y Néstor Kirchner en distintos momentos. Suele ocurrir que la prensa es calificada como un instrumento central de la democracia para los sectores políticos que están en la oposición y como un instrumento conspirativo, interesado y desestabilizador cuando los mismos opositores ocupan un gobierno. Los intelectuales que celebran una filtración o una denuncia contra un Gobierno al que se oponen, se indignan cuando una información buena afecta a un Gobierno al que adhieren. El atajo consiste en repetir lo que el Gobierno dice: la información es lo de menos, lo que importa es que se trata de un ataque artero urdido por conspiradores poderosísimos. Los gobiernos repiten esto, una y mil veces, y logran así que alguna gente se indigne en lugar de alegrarse, ante la revelación de un hecho de corrupción o de violaciones a los derechos humanos. Según el caso, la prensa será una corporación capitalista o una liberal-marxista.
Ese doble estándar, que califica de manera distinta a la buena información según si afecta a unos o a otros, vuelve a generar dilemas muy interesantes para el debate doméstico. Por ejemplo, ¿qué validez le debe otorgar la prensa a cables en los cuales empresarios españoles se quejan ante el Departamento de Estado por el supuesto clima de corrupción que existe en la Argentina o a un informe norteamericano donde acusan a un alto funcionario de ser narco? Un opositor se sentirá tentado a decir que es una demostración cabal del estado de las cosas. Un oficialista, en cambio, a calificar todo como “basura yanqui”. El problema es que nuestra prensa, y no precisamente la opositora, tiene antecedentes en los cuales la palabra norteamericana expresada por escrito era muy valorada. Cualquier memorioso recuerda el estallido del Swiftgate. Fue una primicia que ocupó varios días la tapa de Página 12: consistía en la revelación de una queja presentada por escrito por la embajada norteamericana donde se consignaba que un alto funcionario del gobierno argentino le había exigido a la empresa Swift dinero para agilizar los trámites de la importación de ciertos equipos. Era la palabra norteamericana. Y se le dio tanto valor que tras esa denuncia –contra la cual Carlos Menem, obvio, denunció un complot– cayó medio gabinete.
La palabra norteamericana, ¿valía entonces pero no ahora? ¿Vale ahora pero no entonces? ¿No vale nunca? ¿Vale siempre?
Mientras el mundo vibra al compás de las filtraciones de Wikileaks, la Argentina es testigo de un proceso similar ante la aparición de 25 mil e-mails privados en la computadora de Manuel Vázquez, el amigo, asesor y mano derecha de Ricardo Jaime, ex secretario de Estado de este gobierno y –también– hombre de suma confianza del ex presidente Néstor Kirchner. Los mails revelan coimas varias veces millonarias, tráfico de influencia, recaudación ilícita para la campaña de la actual Presidenta, nombres de empresas de primera línea que, aparentemente, participaron de los delitos, y un estilo de vida ostentoso y muy difícil de justificar. El Gobierno argentino no ha reaccionado ante semejantes denuncias pero algunos de sus seguidores se indignan por la magnitud de la cobertura periodística. ¿Cuántos centímetros habrá que darle para que se trate de una información en su justo término y no de una operación desestabilizadora? ¿Cero, como hacen algunos medios cercanos al Gobierno? Es, realmente, una historia apasionante. ¿Cómo se fijan los límites? ¿Cuándo una información pasa a ser una operación y cuándo el ataque a esa información pasa a ser una operación del Gobierno para que nada de lo que se publique y lo incomode sea creíble entre sus seguidores? Si le hubiera pasado a Macri, eso, lo de la computadora, ¿merecería una cobertura amplia porque no dañaría a alguien del campo popular?
Las respuestas a esas preguntas nunca son lineales. Lo que no cabe duda es que una buena historia es una buena historia. Las filtraciones de Wikileaks y los e-mails de Jaime lo son. Le hagan el juego a la derecha, a la izquierda, a Ahmadinejad o a Bush, dañen a Estados Unidos o a Arabia Saudita: lo son. Y no hay manera, mientras exista la democracia, de frenar su difusión, porque hay un montón de malas personas que trabajan como periodistas y disfrutan de difundir buenas historias.
Para impedirlo se ha hecho de todo. Richard Nixon, por ejemplo, constituyó en su momento un grupo al que en su gobierno llamaban “The Plumbers”, los plomeros. Eran los encargados de evitar las filtraciones.
A Nixon, los plomeros no le sirvieron.
Pero, aunque usted no lo crea, hay cientos, miles, cientos de miles de personas que trabajan de eso.
Plumbers.
Y cobran bien.
Al parecer, son imprescindibles.
Imagínense las filtraciones que habría, si ellos no existieran.
(*) Publicado por El Argentino
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