Por Por Elida Rasino (*)
En ocasión de referirnos al Plan Progresar que sorpresivamente fue puesto
en marcha por el gobierno nacional el mes pasado, expresábamos nuestra
preocupación acerca de lo inconducente que resulta abordar problemáticas
complejas con soluciones simples o, podríamos decir también, atacar las
consecuencias sin entender ni accionar sobre las causas.
Recientemente, en su discurso ante la Asamblea Legislativa, la Presidenta
recurrió una vez más a la simplificación y arremetió contra los maestros
por sus inasistencias. Complace de este modo el oído de una sociedad que,
aunque solidaria con las luchas docentes, no soporta más la situación de
abandono educativo al que se ven sometidos sus hijos. Pero el supuesto de
que una medida administrativa como la incorporación al salario del ítem
"presentismo" resolverá el problema es una nueva demostración de la
superficialidad con que se aborda un tema que, por real y masivo, debería,
cuanto menos, estudiarse con seriedad.
El problema es cómo mejorar la educación. De allí entonces la preocupación
por el docente y su tarea. En ese orden, deberíamos analizar, por ejemplo,
la razón por la que en treinta años de democracia y diez del actual
gobierno, no se ha logrado una política de Estado que permita a los
trabajadores sentirse parte de la gran tarea de hacer efectivos los
derechos ciudadanos. Por el contrario, la ausencia de los maestros en las
aulas es una muestra de la distancia existente entre quienes conducen las
políticas y quienes deberían ser sus mejores aliados para llevarlas a la
práctica.
A esta altura, ese punto es una cuestión de Estado. Y quienes están a cargo
del gobierno deben explicitar su proyecto para resolverlo. Esto no exime a
nadie de responsabilidad, ni habilita a la arbitrariedad. Sólo asigna mayor
obligación a quien detenta mayor poder.
Cuando la Presidenta hace referencia al aumento de los aportes destinados a
educación, no dice que el grueso del financiamiento del sistema recae
sobre las arcas provinciales. No es con presupuesto nacional que funcionan
las escuelas. Aún así y con toda una décadade ingresos excepcionales y
liderazgo político indiscutible, el Kirchnerismo no tuvo voluntad o
capacidad para realizar los cambios estructurales que cimentaran una
educación diferente. Lo que incluye sin dudas, un maestro bien pago y que
disfrute lo que hace. Para ello, hubiera necesitado un verdadero proyecto
nacional que ofreciera esperanza de futuro; garantizara el respeto por la
institucionalidad y abandonara el paradigma economicista y tecnocrático que
instaló el Menemismo.
El proyecto nacional es la base de todo proyecto educativo. Es el que
señala la utopía colectiva y el rol de la escuela en esa construcción de
futuro. La denominada Ley Sarmiento, la 1420, reposaba sobre un liderazgo
político que construía sociedad e instituciones modernas bajo una misma
Bandera y con un sueño de progreso y convivencia en la diversidad. La
educación era una gran herramienta, pero el Estado y la sociedad en su
conjunto sostenían el proyecto y fortalecían a la escuela.
No menos importante es la institucionalidad. Para que el hecho educativo
tenga lugar, es indispensable la organización social, el respeto por los
roles y el cumplimiento de las normas. La ejemplaridad del rol político
garantizando ese marco permea a todos los rincones de la sociedad señalando
modos y formas de hacer. Por eso es necesario comenzar a hablar, no sin
dolor, del modo en que el destrato, el clientelismo y la corrupción
debilitan a la educación argentina.
El tercer aspecto del proyecto nacional que no fue, se relaciona con los
valores que este proyecto ofrece al hecho educativo. Educar es brindar a
niños y jóvenes elementos para pensar por sí mismos. Educar exige
incorporarlos a la cultura. Pero, no a cualquiera, no a la cultura del
pensamiento único y las múltiples violencias; no a la cultura del lujo, la
ostentación y la banalidad como ideal social; no a la que produce un escaso
acceso a los bienes simbólicos.
Pensemos entonces ¿con qué utopías, marcos filosóficos y estrategias se
forman los docentes y las instituciones para reconstruir la cultura que
desde el imaginario colectivo se le reclama a la escuela? ¿Qué trabajo se
ha desarrollado desde la política educativa para desandar tantos años de
tensiones en los que maestros y Estado se han transformado en adversarios
permanentes? ¿De quién es la responsabilidad de brindar las condiciones
materiales y simbólicas para que cada trabajador sienta que, además de a su
sustento, está aportando a la construcción del presente y del futuro del
país? ¿Quién está trabajando en cargar nuevamente de sentido la tarea de
educar?
Estos interrogantes nos ayudan a visualizar la complejidad del hecho
educativo y la enorme responsabilidad del gobierno en su conjunto a la hora
de pensar la política. Una verdadera reforma de la educación va más allá de
los cambios curriculares nada innovadores y manifiestamente tecnocráticos
que se ofrecen. Reformar la Educación es reformar el pensamiento y las
instituciones, nos dice E. Morín. Eso seguramente hubiera generado
discusiones y crujidos de añosos esquemas, pero hubiera puesto a todos a
pensar.
Esta es la tarea épica pendiente para recuperar la educación argentina. Ella
solo será realizable por quienes entienden que todo trabajador es un ser
humano capaz de brillar y superarse cuando encuentra la pasión de hacer,
cuando descubre la perspectiva histórica de su hacer y cuando siente que no
está solo en ello. ¡Qué bueno hubiera sido que la exagerada épica
gubernamental de estos años se hubiera aplicado a la convivencia social y a
reentusiasmar a los argentinos!
(*) Actual diputada nacional por el FAP. Ex ministra de Educación de la provincia de Santa Fe.
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