Por Vicente R. Ceballos
Mencionar críticamente al capitalismo y exponerse a ser considerado, por lo menos, un nostálgico comunista, es cuestión de segundos. Aun cuando medie el hecho de que el espantado forme en la abigarrada multitud de víctimas casi perpetuas de fraudes económicos y financieros, que pueblan la convulsa realidad del capitalismo funcional a concentrados intereses, lo cierto es que la reacción suele explicarse con el argumento de que el comunismo no fue mejor. Lo cual, si bien encuentra suficiente respaldo en lo sucedido en los países de la ex – URSS bajo la “dictadura del proletariado”, visto con realismo y honradez conceptual lo que viene ocurriendo en el campo de la libertad de los mercados y la globalidad de prácticas corruptas que caracterizan este tiempo, en los dos sistemas ha prevalecido la impostura de la libertad proclamada sobre el pisoteo de derechos elementales de personas y pueblos. Es posible ver en ambos un punto de convergencia: el poder omnímodo de castas sólo diferenciadas por sus disfraces y métodos.
El derrumbe del muro de Berlín a fines de 1989 marcó el fin del imperio soviético y, según Francis Fukuyama, de la historia hasta entonces sobrellevada dolorosamente; no otra cosa anunciada que el triunfo del capitalismo expresado en la liberalización extrema de la economía, vendida como panacea singular de los males del mundo. Entre ellos, la pobreza y la desigualdad, demandas incontestadas que enturbian oscuramente la perspectiva de la marcha de la humanidad.
Lo cierto es que con el triunfo de la democracia lo que vino no refleja sino, al par del agravamiento de males de arrastre, un contexto dominado por el desenfreno capitalista encarnado en la forma especulativa de las finanzas y las ganancias rápidas a cualquier costo, que alguien definió como “capitalismo de casino”; marco en el que sobresalen, con nítidos caracteres, la generalizada crisis de la política y la corrupción, factores que explican el deterioro de la credibilidad en la democracia y la incertidumbre reinante. Quienes se atrevan con estas líneas puede que encuentren en ellas una visión pesimista de la realidad, pero en verdad, asumido que sea con algún detenimiento el panorama abierto, muy estrecho es el margen de cabida para un moderado optimismo.
El punto en cuestión –democracia/corrupción- no requiere de sesudas explicaciones para comprenderse. Está a la vista en los hechos que tiñe la corrupción, que es abarcativa y tan profunda como que se manifiesta, si quiere verse, hasta en las menores circunstancias a que da lugar la relación social. Incluido el ámbito de la familia. Estamos, pues, en democracias con individualidades sin mayores convicciones ni interés respecto de las reglas del juego democrático, basado en la convivencia responsable de ciudadanos libres e iguales, respaldados a su vez en la normativa consensuada.
¿Qué puede esperarse de todo ello? De por sí, la democracia no garantiza nada de lo que el concepto presupone si las personas convivientes en un país no tienen en cuenta sus propias obligaciones para con el compromiso liminar. Ver la democracia como un asunto puramente político, ligado en apreciable medida a la formalidad electoral, no hace a la salud del sistema. Por el contrario, sienta las condiciones que promueven los desvíos institucionales y las diversas formas de la corrupción que inevitablemente sobrevienen en un campo abierto a los excesos que, como señala José Vidal Beneyto, conducen a la “impotencia democrática” para enfrentar y superar la fragilidad que la somete.
Para el sociólogo y filósofo español, fallecido en 2010, el triunfo de la democracia y “su dominación omnímoda ha equivalido a su perversión irrecuperable”, habiendo pasado, dice, “de la democracia parcial y triunfante a la democracia total pero vendida y criminal”. Afirma que modificar el orden establecido exigiría desterrar lo que “absolutiza el individualismo (…) destruyendo todos los vínculos sociales e incluso la mera referencia del otro”. Sostiene Vidal Beneyto que la consagración “de la riqueza como el objetivo permanente de la existencia” promueve el afán imperioso de “la satisfacción consumista” que “el capitalismo eleva a la condición de eje central de la existencia humana”.
Lo concreto es la agudización del conflicto social en un contexto de inestabilidad e inseguridad que cala en todos los órdenes de democracias permeables a la corrupción y, como deriva, expuestas a convertirse, como se advierte, en democracias formales con regímenes autoritarios de gobierno. Estos, “sedicentemente antineoliberales” al decir de Antonin Domenech, no obstante el discurso progresista que esgrimen “no han supuesto un correctivo a esa social y catastrófica contrarreforma estructural de fondo operada manu militari, y nunca mejor dicho, en los 70, 80 y 90”, expresa.
Globalmente considerado el panorama, para millones de seres humanos la realidad los coloca más allá del planteo “capitalismo—anticapitalismo”, de “derechas” e “izquierdas” puestas en ofertas redentoras. El objetivo dominante de su existencia es la mera supervivencia diaria. Para otros, no menores en número, la preocupación es la subsistencia decorosa de cara al incierto futuro que acosa. Los favorecidos, en cambio, actúan a impulsos de un bienestar que, deducible de la desaprensión y soberbia que evidencian, suponen durará por siempre. Forman en lo que John K. Galbraith, un liberal a ultranza, definió como “la cultura de los satisfechos”, para los que sólo cuenta su propia existencia.
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