Por Dr. Enrique J. Marchiaro
Cada dos años hay elecciones en Argentina y la fecha de asunción de los elegidos que se mantiene para dicho acto sigue inmodificable: el 10 de diciembre, día que se conmemora en el mundo la Declaración Universal de los Derechos Humanos de la ONU de 1948.
La decisión la hizo por entonces Raúl Alfonsín, nuestro primer presidente de la apertura democrática, acto simbólico que cobra dimensión treinta años después precisamente porque se ha sabido fundar una tradición en la política argentina.
Esta dimensión sólo existe porque hubo y hay una práctica firme en nuestra dirigencia acerca de que la democracia va de la mano de los derechos humanos, cuestión que tal vez no se tiene tan claro en otros lugares del mundo.
Estas cuestiones sólo se pueden medir y valorar a lo largo de grandes ciclos, como este de los primeros treinta años de retorno democrático, el que se identifica precisamente entre otros aspectos por esta cuestión fundamental.
La democracia contemporánea tiene en los derechos humanos uno de sus rostros, uno de sus nortes a seguir, a tal punto incluso que la crisis económica y social internacional en parte podría ser resuelta si todos nuestros países tuviesen en cuenta plenamente los instrumentos internacionales.
Como una especie de "nuevo sentido común" los derechos humanos impregnan las grandes aspiraciones de la humanidad, algo que no ocurría 30 años atrás, cuando estos instrumentos eran apenas una promesa pero no un verdadero programa.
La expansión que han tenido es difícil de medir incluso porque es un camino que estamos transitando en numerosos aspectos de nuestra vida cotidiana, donde vemos como conductas o actos que tiempo atrás se toleraban hoy ya no: desde la protección de la niñez a la no discriminación, desde la salud en todas sus facetas a temas macro como la misma noción de desarrollo humano que está por encima del mero desarrollo económico.
Los derechos humanos son un fundamento de la democracia pero también un límite a la misma: ninguna mayoría puede -incluso con unanimidad- derogar o limitar derechos que por definición son inderogables, universales, indisponibles, entre otras características. Por ejemplo, habiendo ratificado la prohibición de la pena de muerte en Argentina, no hay posibilidad en el actual régimen democrático de discutir siquiera esta cuestión, porque el mismo sistema la ha vedado. Hay una autoprotección rígida respecto de una decisión fundamental.
Sin duda que las promesas incumplidas de la democracia pesan y mucho, como bien lo ha enseñado ese gran teórico de la democracia contemporánea que fue Norberto Bobbio. Pero esas deudas -que incluso las tenemos en nuestras espaldas los que somos parte de esta generación que comenzó su vida pública en el mismo 1983- sólo podrán ser saldadas en el respeto y ampliación del programa de los derechos humanos.
Cada generación, cada sector político, cada sector dirigencial hará su lectura propia de esta cuestión, lo cual no sólo está bien sino que es necesario y permite un programa vivo y adaptado a las nuevas circunstancias, partiendo todos de un mismo fundamento.
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