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Notas de Opinión Lunes 3 de Febrero de 2014

El concepto del pueblo

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Jorge Nihoul (*)

Por Jorge Nihoul (*)



En tiempos de renovada disposición preelectoral, y cuando los diferentes sectores políticos se aprestan a lanzar sus campañas partidarias, convendría recordar una palabra tan utilizada como poco esclarecida en su alcance político.

Sabido es que poblar, población y pueblo expresan términos conceptualmente sinónimos. No obstante, pareciera que se ha llegado a parcializar el parentesco semántico, especialmente respecto del último de ellos: el pueblo.

Con el ánimo de mover a la reflexiva ubicación de su valor esencial podría decirse que se llama pueblo al conjunto formado por cada uno de los habitantes de un país o lugar, significando con ello el valor particular de cada habitante, sea rico o pobre, ilustrado o ignorante, y todo así por el estilo con el objeto de preservar para cada uno de ellos su propia identidad.

No concebir al pueblo como un conjunto de individualidades autopensantes e independientes, y al mismo tiempo socialmente relacionadas, implicaría una parcialización del concepto y una intención demagógica electoralista que, disimuladamente, establece una separación entre la clase política y el resto de la población. Esos alquimistas del poder se proclaman capaces de darle al pueblo lo que el pueblo necesita y quiere, pero que por sí mismo ese conglomerado anónimo no puede conseguir.

Son los amantes del Poder quienes, además, para asegurar sus privilegios han optado por dividir al resto de la población en facciones opuestas y rivales con el objeto de otorgarles una identidad propia, pero al mismo tiempo negándosela por calificar como pueblo a lo que subliminalmente califican de masa.

Si la mayoría es pobre o simplemente asalariada, esa mayoría es el pueblo. Pero si el grueso de los votos estuviera en manos de los artistas, profesionales o empresarios, el pueblo serían ellos. Sin dudas la clase política, esgrimiendo el ardid de la demagogia, facilita su acceso al poder haciendo que el pueblo termine siendo una masa, un objeto amasable. Pero, además, para que esa masa sea llamada ‘pueblo’ necesita ser mayoría. Es decir que las mayorías serían quienes merecen llamarse pueblo.

De ese modo queda establecido que el pueblo es un conglomerado uniforme y sin ideas propias. Así también, por boca de quienes exaltan la suprema condición de pueblo, se está diciendo que entre quienes aspiran al poder y esa masa existe una gran distancia, y que ellos, desde el poder, conducirán los destinos de la nación, interpretando las aspiraciones del pueblo.

Esos conductores tal vez no son totalmente conscientes del goce sensualista que los embarga cada vez que pronuncian la palabra pueblo. Ellos se declaran consustanciados de las mismas inquietudes, pero se sienten ajenos al pueblo; son sus salvadores. Detrás del enfatizado pueblo se esconden siempre quienes buscan encumbrarse a sus expensas.

Sin dudas, pueblo y política o, más exactamente, entre masa y demagogia suele formarse una extraña pareja que gira montada en el mismo carrusel que, siguiendo el camino del despilfarro, va trazando una espiral inflacionaria tipificadora de los procesos populistas sectorizados.

Masa, demagogia y despilfarro se asocian en trilógico y disolvente connubio en la medida que la demagogia alienta exageradas expectativas, exalta las necesidades de consumo, reduce la capacidad de trabajo y disminuye la producción de bienes generando pobreza, angustia, inflación, odio, mientras las arcas nacionales ven girados sus fondos a cuentas privadas de bancos extranjeros.

Debe llegar la hora de los pueblos, la hora de quienes dejen de ser masas, cuando descubran los artilugios de esa clase política instalada por encima del usado pueblo. Debe el pueblo saber reconocerse en cada uno de todos los habitantes de su país y del mundo rechazando la burda magia de los aprendices de hechicero de una democracia desnaturalizada, donde el démos (pueblo) deja de poseer el krátos (autoridad).

Debe el pueblo tomar conciencia orgánica, individual y social de cada una de todas las partes que componen su realidad dinámica, aceptando solamente la representatividad de quienes puedan ser consecuentes con la conducta de aquel que un día dijo: “Yo soy el buen pastor y doy mi vida por mis ovejas”. Y diciendo así, cumplió su misión y se entregó mansamente.


(*) Desde Córdoba.

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