Por Edgardo Peretti
Edgardo Peretti
El inquieto Juan Maina, hombre de Vila y ascendencia en sus alrededores, suele descreer que tantas cosas maravillosas pasen en estos lares de barrio. Sostiene que la gran mayoría de los sucesos corresponden a una imaginación demasiado fértil. Es probable que tenga – algo- de razón. A su turno, el gremialista Carlos Bainotti se queja por la nostalgia que este tipo de reminiscencia le genera y también, aunque lo niegue, busca en los archivos de su infancia para ver si esto es cierto. También tiene sus razones. Pero no tanto.
Esto que paso a narrar sucedía allá por los sesenta cuando Américo Monroig vendía helados en el carrito tirado por un pingo y Panchito estacionaba su taxi alrededor de la placita 9 de Julio, frente a la farmacia de Rossi y al boliche de Colman. Para más datos, al lado tenía el consultorio el doctor Borlle.
Pero el asunto pasaba a unas cuadras de allí, más precisamente en calle Paraná al 252, en una casa que aún hoy existe. En ese solar moraban mis abuelos maternos, polacos ellos, que habían adquirido la costumbre gringa de juntar a toda la familia alrededor de la mesa navideña, de darle a la fecha un significado especial y de arrimar a la misma a los que no tenían a nadie para largar una lágrima. Los más chicos no entendíamos bien esto de compartir la mesa con quienes estaban solos, pero con el correr de los años se convirtió en un dato útil.
Sigo. La Navidad era como todas las del barrio donde se juntaban los conocidos alrededor de una gran mesa, donde se consumía lechón, asado, “bayonesa” de ave (sí, así se decía y nadie corregía), arrollado, patitas de cerdo con ajo (en realidad, al revés), huevos rellenos, mortadela, y algo menor como jamón crudo. En bebidas, tinto “Chapanay”, “Toro” y blanco “Soberano” más unos buenos porrones de “Santa Fe” y tres cuartos de “Quilmes”. Igual que ahora se comía, se bebía hasta reventar y se guardaba para el final de la noche el infaltable “clericó”, forma muy nuestra de denominar a la ensalada de frutas, la cual aportaba como notoria diversidad que el 24 a la noche se completaba con jugo de …lo que había y el 31 se adosaba con sidra “La Parranda”, “Moño Azul” y “Real”, aunque esta última era para el brindis. ¿Los chicos? Agua. Y gracias.
Cada familia aportaba lo suyo, desde vajilla, manteles y servilletas hasta otros elementos que surgían de los respectivos ajuares de novia, aún frescos ya que se sacaban a la luz sólo para grandes acontecimientos.
Por las dudas, a los chicos les ponían un mantel “de todos los días”, una medida preventiva de poco resultado ya que todos sabían que hacer mugre en la mesa solía acarrear un siempre didáctico y educativo coscorrón, aunque algunas madres también alternaban con el práctico “soplamoco”.
Felicidad plena, ya que había que portarse bien habida cuenta que los regalos se entregaban a la vuelta en cada hogar, así que la noche era para tirar cohetes de todo tipo como ser petardos, triángulos, bombas varias y alguna cañita voladora. Y nunca faltaba un salame que se quemaba u otro más bobo que tiraba el fósforo y se quedaba con el cohete en la mano!!!!
A la distancia, uno enumera que la única referencia religiosa implicaba llevar a la abuela a la misa de gallo a la parroquia del sagrado Corazón, cosa que hacían los nietos más grandes que se quedaban con las suculentas propinas que el mandado implicaba. A los más chicos, minga!
Pero había otra cosa que se llevaba los laureles: el arbolito de Navidad!!!
Un pino o un abeto, dirán algunos. Un paraíso convertido, aventurarán otros. Ni uno ni otro; un manzano alto, verde y tupido de hojas que recibía atención especial.
El querido tío Pocho, que hoy frisa los 91, era el encargado. El árbol era cubierto por decenas de farolitos de todos los colores que lo rodeaban y le daban un aspecto imponente, más en aquellos tiempos en que las luces de los patios eran amarillentas y cuasi tristes, que para la ocasión se reforzaban con faroles de cazar liebres y otras extensiones, bastante precarias, por cierto.
Los muñecos eran ranitas verdes, bastones rojos, farolas amarillas y un hombrecito de barba blanca que tenía una gran sonrisa, cuya imagen se multiplicaba en la mayor cantidad de colores posibles. Todos tenían una lámpara de linterna y en cada uno de ellos se leía : “Made in USA”.
Seguramente debe haber algún elemento que transformaba la energía de los “220” a las de las lamparitas, pero los más pequeñuelos teníamos prohibido acercarnos al sitio, más aún cuando un gato quedó enredado y le salían luces por los ojos. En realidad, nadie se cuenta de ello y no era momento, en pleno brindis, de ir a sacarlo. Aparte, el gato no era de la casa.
Como toda cosa linda, un día se terminó. Llegó un 20 de diciembre y alguien se dio cuenta que el cablerío y los muñequitos no aparecían por ninguna parte. Se preguntó, se buscó, se pelearon las cuñadas, pero la ristra de colores seguía perdida y no había señales que alguien la ubicase. Como nadie sabía que hacer, el glorioso Pocho sacó a relucir su imaginación de un tipo muy buenazo que se llamaba Arturo Mariotta, armó las luces con un cable común, con focos que fueron pintados con pintura sintética que por esos años era casi un hallazgo. La tía Olga aportó el laboreo artístico y las luces fueron reinstaladas en el manzano del patio. Y fueron la sensación de esa y varias Navidades. Y también de los 31 de diciembre, y de tantos brindis y gritos de chicos que cobijaron ese patio durante tantos años.
Curiosamente, el manzano de las Navidades se fue apagando de a poco, cuando se fueron los abuelos y el patio quedó triste, cuando la vida abrió los caminos lógicos y naturales de cada uno y en el momento en que cada Navidad era más un recuerdo que una realidad. Después, comenzaron a partir los tíos, algún primo y mientras llegaban otros. La vida, sólo la vida que pasaba y nada más.
El mundo había cambiado. Los años pasaron y el manzano se quedó encima de la tierra hasta que algún trozo de cemento lo mandó al lugar desde donde no se vuelve, pero lo ubicó de lleno en los tantos corazones que lo vieron, gallardo, orgulloso, iluminado, tan lleno de vida como de ilusiones.
Nunca quisimos saber qué fue de esas luces mágicas. Tampoco de quien era el gato atómico y luminoso.
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