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Notas de Opinión Jueves 17 de Marzo de 2011

El tesoro de una carta

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Agustín Pérez Cerrada

Por Agustín Pérez Cerrada

Nuestros buzones rebosan ofertas de supermercado. Nuestra correspondencia se compone mayoritariamente de publicidad y correo bancario. Las cartas personales, las cartas de ami­gos o de familiares, son escasas. La recepción de una tarjeta postal —un saludo desde la lejanía— me ha hecho presente que el carteo establece vín­culos personales que rompen las ba­rreras del tiempo y de la geografía.

Parece que la carta personal se relega para los grandes acontecimien­tos, pero estos no menudean. Así, se está perdiendo la costumbre de escri­bir. El vértigo de la vida moderna, la cultura de la inmediatez, la frivoli­dad e impersonalidad de la mayor parte de las informaciones que nos llegan, iguales para todo el mundo, parece que nos haya despistado en la escala de valores. Quizá no se apre­cie debidamente el valor de los pequeños sucesos, que son los que constituyen el entramado de la vida cotidiana, y por tanto el posible contenido de una carta fami­liar.

De otro lado, la te­levisión que resta intimidad y ensi­misma, la abundancia de letra impre­sa o el verbalismo de los políticos, en los que tan difícil es distinguir la verdad de la mentira, quizá nos estén haciendo perder la significación de la palabra escrita por nosotros. También pudiera ser que el individualismo generado por una sociedad masificada y consumista, unido a un cierto de­sarraigo familiar —las fami­lias son más pequeñas y los primos ya casi no se conocen—, nos hayan acostumbrado a no recibir cartas, y por tanto a corresponderlas, olvidando los lazos que se establecen entre los corresponsales.


O quizá puede haberse perdido de vista el sentido último de una carta familiar, que se valore en poco el interés que una mi­siva tiene para su destinatario; y que, al contrario, se valore en exceso el contenido, aquello que se va a con­tar. Claro que muchas veces, sobre todo si no se tiene costumbre de es­cribir, la búsqueda infructuosa del argumento puede llegar a asustar: los días parecen iguales, la actividad profesional sin relieve, o las inciden­cias familiares poco dignas de evoca­ción; salvo para aquel que esté des­pierto para captar los distintos matices de lo ordinario.

El uso del teléfono ha desplazado la comunicación escrita, pero las pa­labras se las lleva el viento. La carta es un testimonio permanente, que permite ser leído tantas veces como se quiera. Quizá por ello, su ausencia no deja de producir desazón en tan­tos casos: la falta de un testimonio, de compañía en el dolor o en la alegría de unos acontecimientos, la melancolía de la novia que no recibe la mi­siva de su amado, o el pesar de la madre esperando la del hijo.

Al esperar una carta, una madre no está pendiente de las noticias que pueda contener el papel que luego guardará celosa; su sola recepción le satisface: el hijo vive y se acuerda de ella; lo demás inmediatamente pasa a segundo lugar, aun cuando luego ese contenido ad­quiera valor en el futuro: con la foto del nieto, la no­ticia de su primer diente, la foto de la novia; incluso para el coleccionista de sellos o de postales.

Las cartas se transforman en re­cuerdo histórico. Pasado el tiempo, disponer de un equipaje de recuerdos compartidos, saberse miembro activo de una familia, o sentirse vinculado a un grupo de amigos, cercanos o leja­nos en la distancia, aun cuando sea a través del leve lazo de una hoja de papel, siempre será un tesoro y una compañía, aún en la soledad. Maña­na, amigo, recibirás mi carta.


(*) Foro Independiente de Opinión (Zaragoza, España).






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