Por Agustín Pérez Cerrada
Nuestros buzones rebosan ofertas de supermercado. Nuestra correspondencia se compone mayoritariamente de publicidad y correo bancario. Las cartas personales, las cartas de amigos o de familiares, son escasas. La recepción de una tarjeta postal —un saludo desde la lejanía— me ha hecho presente que el carteo establece vínculos personales que rompen las barreras del tiempo y de la geografía.
Parece que la carta personal se relega para los grandes acontecimientos, pero estos no menudean. Así, se está perdiendo la costumbre de escribir. El vértigo de la vida moderna, la cultura de la inmediatez, la frivolidad e impersonalidad de la mayor parte de las informaciones que nos llegan, iguales para todo el mundo, parece que nos haya despistado en la escala de valores. Quizá no se aprecie debidamente el valor de los pequeños sucesos, que son los que constituyen el entramado de la vida cotidiana, y por tanto el posible contenido de una carta familiar.
De otro lado, la televisión que resta intimidad y ensimisma, la abundancia de letra impresa o el verbalismo de los políticos, en los que tan difícil es distinguir la verdad de la mentira, quizá nos estén haciendo perder la significación de la palabra escrita por nosotros. También pudiera ser que el individualismo generado por una sociedad masificada y consumista, unido a un cierto desarraigo familiar —las familias son más pequeñas y los primos ya casi no se conocen—, nos hayan acostumbrado a no recibir cartas, y por tanto a corresponderlas, olvidando los lazos que se establecen entre los corresponsales.
O quizá puede haberse perdido de vista el sentido último de una carta familiar, que se valore en poco el interés que una misiva tiene para su destinatario; y que, al contrario, se valore en exceso el contenido, aquello que se va a contar. Claro que muchas veces, sobre todo si no se tiene costumbre de escribir, la búsqueda infructuosa del argumento puede llegar a asustar: los días parecen iguales, la actividad profesional sin relieve, o las incidencias familiares poco dignas de evocación; salvo para aquel que esté despierto para captar los distintos matices de lo ordinario.
El uso del teléfono ha desplazado la comunicación escrita, pero las palabras se las lleva el viento. La carta es un testimonio permanente, que permite ser leído tantas veces como se quiera. Quizá por ello, su ausencia no deja de producir desazón en tantos casos: la falta de un testimonio, de compañía en el dolor o en la alegría de unos acontecimientos, la melancolía de la novia que no recibe la misiva de su amado, o el pesar de la madre esperando la del hijo.
Al esperar una carta, una madre no está pendiente de las noticias que pueda contener el papel que luego guardará celosa; su sola recepción le satisface: el hijo vive y se acuerda de ella; lo demás inmediatamente pasa a segundo lugar, aun cuando luego ese contenido adquiera valor en el futuro: con la foto del nieto, la noticia de su primer diente, la foto de la novia; incluso para el coleccionista de sellos o de postales.
Las cartas se transforman en recuerdo histórico. Pasado el tiempo, disponer de un equipaje de recuerdos compartidos, saberse miembro activo de una familia, o sentirse vinculado a un grupo de amigos, cercanos o lejanos en la distancia, aun cuando sea a través del leve lazo de una hoja de papel, siempre será un tesoro y una compañía, aún en la soledad. Mañana, amigo, recibirás mi carta.
(*) Foro Independiente de Opinión (Zaragoza, España).
Los comentarios de este artículo se encuentran deshabilitados.