Por Mario Molfino
En busca del
tiempo perdido
“Sólo aquello que se ha ido es lo que nos pertenece.” (Jorge Luis Borges).
Por Mario Molfino
"En busca del tiempo perdido" ("A la recherche du temps perdu"), del francés Marcel Proust, es una de las grandes obras de la literatura universal.
Proust yace en el cementerio de Pêre Lachaise, en París, no muy lejos de la tumba de Allan Kardec. Quizás las dos son las más visitadas por los turistas.
Investigaciones recientes sostienen que la teoría de la memoria sustentada en su obra no sólo parece hoy demostrable científicamente, sino que fue una anticipación en más de un siglo a lo que se denominan hoy las neurociencias.
En el primer libro de la obra citada de Proust (es una heptalogía que consta de 7 tomos, dos de ellos póstumos) que se llama "Por el camino de Swann" se encuentra el famoso fragmento en el que revive literalmente un episodio de su infancia, mientras come una magdalena mojada en el té y a raíz de eso comienza a recordar su niñez.
Dice Proust textualmente:
"Mandó a mi madre por uno de esos bollos, cortos y abultados, que llaman magdalenas, que parece que tienen por molde una valva de concha de peregrino. Y muy pronto, abrumado por el triste día que había pasado y por la perspectiva de otro tan melancólico por venir, me llevé a los labios una cucharada de té en el que había echado un trozo de magdalena. Pero en el mismo instante en que aquel trago, con las migas del bollo, tocó mi paladar, me estremecí, fija mi atención en algo extraordinario que ocurría en mi interior. Un placer delicioso me invadió, me aisló, sin noción de lo que le causaba. […] Dejé de sentirme mediocre, contingente y mortal. ¿De dónde podría venirme aquella alegría tan fuerte? Me daba cuenta de que iba unida al sabor del té y del bollo, pero le excedía en mucho, y no debía de ser de la misma naturaleza.”
El sabor, la textura y el aroma de la magdalena es el origen de esas sensaciones, el estímulo que consigue llevar a Proust a su infancia y en definitiva a la búsqueda de su propia identidad.
Es indudable que la literatura repite a la vida en la voz de los personajes.
Se dice con frecuencia que siendo ya adultos, el tiempo se burla de lo que nuestras emociones en algún momento creyeron eterno.
Pero también es un hecho, que nuestros sentimientos logran muchas veces burlarse del tiempo con igual contundencia y recuperar lo que parecía perdido u olvidado.
No creo que nunca se olviden nuestras emociones: ni en nosotros ni en aquellos que le dieron vida.
La de nuestros juegos de la infancia, la experiencia en la escuela, con nuestros compañeros y amigos, la de los miedos y la vergüenza, la de haber estado enamorados o despechados.
Lo mismo sucede cuando escuchamos alguna canción popular (y no las clásicas que nos acompañan toda la vida) después de años y sentimos que hacen emerger nuestras emociones casi intactas, que ya pensábamos que no existían más y esa melodía produce ese hecho fortuito del reencuentro y ese estremecimiento.
Retornan las mismas sensaciones, rostros familiares, perfumes, sitios, calles, plazas, que alguna vez fueron cruciales; todo nos devuelve a cierta intensidad ya remota pero ilesa, y nos damos cuentas que son de una perennidad insospechada.
Los días, las edades, regresan enhebradas en esas melodías, en esos olores de los dulces de la infancia y aquellas imágenes y recuerdos que pensábamos aletargadas, pero en cambio brotan indemnes.
Y sucede que percibimos el tiempo como algo que se resiste a quedar atrás, al igual que esos hombres, mujeres y niños que afloran en cada uno.
Es un temblor que nos acerca a nuestros padres, a nuestros hermanos, amigos y a escenarios donde hemos vivido y crecido.
El pasado no es pasado cuando se adueña melancólicamente de nosotros y nos reclama, sino cuando nos sucede, y en lugar de recordarlo, se lo encarna y podemos reconocer con alegría a los que lo compartieron con nosotros, a la familia donde crecimos abrigados, a los que contribuyeron a formarnos como hombres y personas de bien.
La vida humana, desde el punto de vista de la trayectoria del espíritu y sin eufemismos, es un pasaje de luces y sombras, un claroscuro permanente, un trayecto ínfimo e íntimo de vicisitudes, dichas, pérdidas, éxitos, memorias y sobre todo experiencias que cada uno, como los mineros chilenos a 700 mts bajo tierra, alumbramos con nuestra propia linterna sobre la cabeza.
El punto crucial es que no estamos solos jamás.
Podemos sentirnos en soledad, pero es una ficción.
Es cuestión de mirar al costado.
O hacia arriba
O hacia adentro.
Una cuestión de perspectivas o de momentos.
Y como en la novela de Proust, la búsqueda del pasado tiene que ser en definitiva la búsqueda de nuestra propia identidad.
La cuestión es emerger desde esa intimidad con otros ojos más comprensivos, mas agradecidos a la vida, a nuestra familia, amigos, compañeros y especialmente con aquellos seres con los cuales hemos tenido luchas y enfrentamientos, porque también fueron parte de ese aprendizaje.
Ya de cara al futuro, habrá que seguir construyendo para nuestros hijos y seguir dando testimonio de lo que hemos heredado de nuestros mayores: valores esenciales para forjar.
Forjar es precisamente hacer de la materia inerme, a fuerza de martillazos y fragua, elementos útiles para la vida.
Las herramientas, no las soluciones.
En todos nosotros vive un niño asombrado y curioso.
Aunque de vez en cuando nos sintamos un tanto triviales, es bueno recordar, porque recordar es también vivir el presente y proyectar el futuro.
(*) Publicado en la Revista “Idealismo” de la Sociedad Espiritismo Verdadero.
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