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Notas de Opinión Jueves 19 de Febrero de 2015

Es la sinarquía, estúpido!

EL PODER EN LOS TIEMPOS ACTUALES

Vicente R. Ceballos

Por Vicente R. Ceballos

La palabrita, reiterada aquí en un tiempo desde lo más alto del poder político, viene del griego y significa “poder conjunto, magistratura colectiva”. El diccionario de la Real Academia Española dice del término lo siguiente: “Gobierno constituido por varios príncipes, cada uno de los cuales administra una parte del Estado”. Una segunda acepción expresa: “Influencia, generalmente decisiva, de un grupo de empresas comerciales o de personas poderosas en los asuntos políticos y económicos de un país”.

Ahora bien, es lógico preguntarse sobre el motivo de la mención precedente, cosa que intentaré a continuación.

Presumiblemente muy pocos tenían, por entonces, conocimiento del significado del vocablo, repetido en los discursos que exaltaban al nacionalismo filo-fascista de la democracia instalada en la Argentina en los ’30 y ’40. Como se sabe, lo engendrado en esos años al son de consignas de tintes socializantes, que incluían el término, quedó plasmado en un ideario a medida de lo perseguido: la captura del pensamiento ajeno y su subordinación al solo dictado del mandamás de turno.

Lo que excediera el marco de la relación poder-creyentes sería objeto de condena y persecución, base sustantiva de un pensamiento que con altibajos se sostuvo en el tiempo hasta nuestros días con los costos que acarreó diversamente. La libertad de prensa, por ejemplo, se admitía sólo para el elogio del régimen impuesto. Claro que no fue la única garantía constitucional conculcada, de tal modo que el estado de derecho quedó sujeto, literalmente, a la arbitrariedad del dueño del poder y sus secuaces. ¿Qué diferencia la actualidad de aquello?

Nada puede explicar mejor el resultado de lo experimentado que el pavoroso deslizar de la Argentina hacia la nada en que se encuentra. El movimiento que por más de seis décadas gobernó y/o gravitó decididamente en el acontecer nacional debería formular ahora una autocrítica acerca de su desempeño en esos años. Esto no implicaría ignorar responsabilidades de actores diversos de un demoledor e imparable proceso de deterioro y crisis profunda de las instituciones de la República y, tan grave como ello, el letal ingrediente de la descomposición moral corroyendo el sentido y la vida de los argentinos.

Pero el reconocimiento, y la necesaria rectificación, es un paso imprescindible si es que realmente la Argentina importa, y media el ánimo de reconstruirla superando falsas antinomias promovidas por interesados en aprovecharlas. Tal como es de conocimiento y padecimientos crónicos de los que siempre, invariablemente agravados, debe hacerse cargo una mayoría para superarlos con los mismos fracasos en un mar de creciente corrupción, impunidad y acuciante incertidumbre.

Poco, o nada, contribuye al bien común, está visto, el volver selectivamente al pasado según convenga. Es decir, para buscar culpables de la decadencia que nos arrincona a pura pérdida, obviando, es claro, aquello que, individuos y/o grupos, han aportado, y siguen haciéndolo, con prescindencia de todo reparo ético y respeto del marco regulador supremo que representa la Constitución Nacional.

El punto es que en cada etapa el pasado es ignorado, de modo que la nueva instancia institucional es de reconstrucción de lo destruido, sin importar que lo fuera por el respaldo político que en cada ocasión se desentiende de lo sucedido, o en todo caso culpabiliza a terceros. En rigor, no se reconstruye, se continúa en un derrotero implacable. Así, sistemáticamente. Pasto para las fieras y pescadores de río revuelto de toda clase. En el tráfico dado nada distingue a unos de otros, no importan funciones ni niveles sociales.

En verdad, impera una suerte de sinarquía nativa, estructurada con los años y el concurso de oportunistas asociados a partir del falso discurso con acento en la justicia social, punto medular del proyecto político de la unicidad corporativa, antidemocrático y liberticida por naturaleza.

El embate reparador de injusticias sociales y liberación del sometimiento de la Nación a imperiales designios, con el paso de los años y mudanzas ideológicas de por medio, se redujo a una puesta en escena, un verso o relato de gesta a contramano de tantos principios, cuasi sacros, oportunamente negociados o dejados de lado como trasto viejo. ¿Qué resultó, por ejemplo, de aquel enunciado de las Veinte Verdades sobre un país “socialmente justo, económicamente libre y políticamente soberano” de la era triunfalista?

La realidad torna innecesaria toda referencia respecto de los dos primeros puntos , hablan de por sí los hechos. En cuanto al tercero, de candente actualidad, desde las “relaciones carnales” del menemismo, pasando por Néstor Kirchner y la sujeción a tribunales extranjeros por conflictos con acreedores (deriva de los “fondos buitres”), para llegar a las muestras de desprecio del orden republicano que representan los acuerdos secretos con Chevron, China e Irán, entre otras cosas, lo deducible es que la cuestión de la soberanía nacional no es cosa que preocupe a los ocasionales intérpretes de la doctrina.

Sus afanes son otros: consolidar el poder sinárquico de los “príncipes” (no sólo políticos) sobre los intereses públicos en juego, con burla, claro, de lo preceptuado constitucionalmente y la participación del necesario factor concurrente: una Justicia que guarde silencio o convalide la violación perpetrada asegurando el estado de impunidad al modelo operativo. Un escenario así conformado materializaría acabadamente el “vamos por todo” harto reiterado.

Importa señalar que las víctimas del proceso de deterioro institucional del país, al que contribuyeron los regímenes militares, se cuentan hoy por millones. Entre estos forman los que por lealtad partidaria avalaron con su voto lo que en definitiva ha sido una defraudación a la Nación toda.

En definitiva, es nuestra sinarquía, y así nos va.

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