Por REDACCION
Por Ignacio Moncada (Especial para el diario "El Español", de Madrid). - El Gobierno español remitió a Bruselas un cuadro macroeconómico en el que ya descuenta una auténtica debacle económica: este año el PIB se hundiría un 9,2%, el desempleo se dispararía al 19% y el déficit público superaría el 10,3%. Además, la previsión para 2021 es que apenas se recuperen dos tercios de la caída, descartando por completo una recuperación absoluta en ese período.
En la presentación de estas estimaciones, la ministra de Economía, Nadia Calviño, achacó estas cifras a que las medidas de distanciamiento social "suponen un estado de hibernación económica temporal".
El Gobierno ha venido recurriendo de manera habitual a la metáfora de que la economía se encuentra "hibernando" desde que se decretó el cerrojo al sistema productivo. Sin embargo, referirse a la actual situación de cierre parcial de la economía como "hibernación" resulta considerablemente engañoso.
Este término, probablemente salido de la factoría de eufemismos de Iván Redondo, nos sugiere que la economía está plácidamente dormida y que, en cuanto la pandemia esté bajo control, se reactivará como si no hubiera pasado nada.
La metáfora invita a pensar que la estructura productiva puede comportarse como un oso que se pasa el invierno en estado de letargo: que en cuanto nos despertemos del actual receso, nuestra capacidad de producción, consumo e inversión no se habrá visto alterada.
Pero no es eso lo que le sucede a la economía mientras se encuentra en situación de cierre forzoso. La economía no hiberna, sino que se está desangrando.
Cada día que pasa sin poder funcionar a pleno rendimiento se generan daños irreversibles adicionales que incrementan la probabilidad de entrar en una depresión económica duradera.
Pensemos por un momento cuáles son las consecuencias concretas que tiene el cierre económico sobre empresas y autónomos, sobre familias y sobre el Estado.
Por un lado, empresas y autónomos sufren un desplome de sus ingresos por no poder generar bienes y servicios, mientras tienen que seguir pagando deudas, costos fijos e impuestos.
En consecuencia, con el paso del tiempo van quemando sus posiciones de liquidez y deteriorando su solvencia, sufriendo un daño irreversible que afectará a su capacidad de producción futura.
Esta situación sostenida en el tiempo provoca que, cada día, miles de empresas y autónomos en España terminen de consumir su capital y se vean obligados a decidir el cierre permanente.
Por otro lado, una gran cantidad de trabajadores también absorben parte del agujero generado por la falta de producción y por lo tanto dejan de recibir una parte de sus ingresos.
Al principio, fundamentalmente por la paralización temporal de las empresas, pero con el tiempo por la progresiva destrucción del tejido empresarial, que redunda en una cifra cada vez mayor de desempleados.
Las familias, en definitiva, sufren un hundimiento de sus rentas, y día a día ven cómo se deterioran sus colchones de liquidez, su patrimonio y su capacidad de consumo, presente y futura.
Por último, el Estado también se ve gravemente afectado por el parate de la economía, al tiempo que la recaudación sufre un brutal desplome a raíz de la caída de las rentas salariales, de los beneficios empresariales y del consumo.
Por otro lado, se activan los seguros de desempleo y los subsidios a familias y empresas. Adicionalmente, la puesta en marcha de los avales a los préstamos empresariales aumenta la exposición de las cuentas públicas, toda vez que los impagos no los sufrirá la banca, sino el Estado.
El Estado, por tanto, también absorbe otra gran parte del agujero provocado por la caída de la producción, deteriorando a marchas forzadas su liquidez y su solvencia, con el problema añadido de que la situación de partida ya era muy delicada.
Por ello, el Ejecutivo está desesperado por pasarle la factura a Europa, al tiempo que intenta evitar las exigencias que suele implicar un rescate formal y que muy probablemente dinamitarían la actual coalición de Gobierno.
Pero creer que otros países, que también tienen sus problemas, van a entregar el dinero de sus contribuyentes de forma masiva e incondicional, sería engañarse.
En resumen, la economía no se encuentra en un plácido estado de hibernación del que saldremos como si nada hubiera ocurrido. No solo por la necesaria reestructuración del sistema productivo por el cambio de preferencias y de las necesidades que tendremos cuando empiece la "nueva normalidad".
Sobre todo, porque cada día que pasa con la economía parcialmente cerrada es un día en el que la situación de empresas, familias y Estado se deteriora de forma irreversible y se profundiza la crisis posterior.
Es cierto que pueden ponerse en marcha medidas encaminadas a ralentizar el deterioro de la liquidez y la solvencia de la economía, pero solo pueden ayudar a ganar tiempo: la prioridad debe ser parar la hemorragia de forma definitiva.
¿Significa esto que hay que reabrir la economía ya, como sea? En absoluto, porque una apertura precipitada provocaría un nuevo descontrol de la epidemia que obligaría a nuevos confinamientos y restricciones, empeorando aún más el problema sanitario.
Es necesario abrir de manera urgente, pero con las garantías de que el virus permanecerá bajo control. Y para ello es esencial no solo el uso generalizado de mascarillas y otros elementos de prevención, sino sobre todo la capacidad para realizar tests de forma masiva y un sistema logístico de detección y aislamiento precoz de los contagios.
Unas condiciones que, lamentablemente, hoy en día no se dan, en gran parte por la mala gestión de un Gobierno más preocupado por la propaganda que por resolver el problema de fondo. Mientras no seamos capaces de restaurar la normalidad manteniendo la epidemia bajo control, nuestra economía continuará desangrándose.
(*) Ignacio Moncada es economista y analista financiero.
Los comentarios de este artículo se encuentran deshabilitados.