Por Vicente R. Ceballos
La historia de la especie zoológica de los humanos desborda en muestras de crueldad de diversa índole y alcances. Desde Caín y Abel hasta nuestros días nada falta en el catálogo de las barbaries de que es capaz de perpetrar el individuo, autoerigido en rey de la creación, animado por insaciable ambición de poder y dominación. A lo largo de los siglos transcurridos desde los primeros registros, la sustancia de los hechos caracterizados como genocidios no fue otra cosa que la manifestación de esa tendencia al exterminio y/o sometimiento del otro, el “enemigo”, real o creado conforme los objetivos de quien o quienes los promovían.
De manera explícita, en casos, o encubierta, en otros, los hechos de violencia sistematizada contra grupos humanos o nacionalidades respondieron a finalidades de indudable criminalidad. Fueron determinantes el racismo, factores religiosos o políticos y económicos asociados, lo concreto es que la vida humana fue en tantos casos, y en no poca medida continúa siendo, un dato de valor relativo, llegada la circunstancia de la opción entre ella y el fin perseguido.
El Siglo XX
En el marco general de la centuria resaltan las dos guerras mundiales, ocurridas durante la primera mitad y generadoras de nuevos frentes conflictivos que, a su vez, aportaron más violencia armada a un escenario de tragedias encadenadas. Las víctimas de los sucesos desatados se cuentan por decenas de millones y el número no ha dejado de crecer, en tanto subsisten graves problemáticas causantes de injusticias y sufrimientos de grandes mayorías, en las que la muerte es una constante de la realidad de hambre y miseria que las somete. No otra cosa que genocidios no reconocidos como tales y prolongados en el tiempo.
En el enfrentamiento armado de 1914/18, a poco de iniciada la contienda se produjo el genocidio de más de un millón de armenios por parte del imperio otomano (Turquía), involucrado en la Gran Guerra. Las matanzas se prolongaron entre 1915 y 1916 y constituyeron, la primera muestra del siglo de la forma de eliminación sistemática del “otro”, que por lo menos se repetiría ocho veces más.
Seguirían el exterminio por hambre de millones de campesinos ucranianos perpetrado por el stalinismo entre 1932 y 1933: la eliminación, de los habitantes de la ciudad china de Nankín a manos de los ocupantes japoneses, en 1937 y 1938; el Holocausto de seis millones de judíos de Europa por el régimen nazi, entre 1941 y 1945; los millones de musulmanes e hinduistas asesinados en la guerra secesionista indo-pakistaní de 1947 a 1949; las víctimas, contadas en millones, que arrojó en China la revolución cultural maoísta entre 1950 y 1960; la población camboyana aniquilada entre 1975 y 1978; el exterminio de gran parte de la población de Timor Oriental, en 1975, por el ejército indonesio; la liquidación en Rwanda de la comunidad tutsi por parte de los hutus, en 1994. Lista de espantos no agotada, desde luego.
Genocidios encubiertos
Ryszard Kapuscinski, un destacado periodista polaco que cubrió profesionalmente el desarrollo de graves crisis posteriores a la II guerra, escribió que “la civilización contemporánea comporta en su carácter, en su esencia y en su dinámica, rasgos capaces, en condiciones y en momentos dados, de engendrar un acto de genocidio”.
Aunque vistos como hechos aislados, las manifestaciones de crueldad extrema que constituyen, los genocidios no son en realidad sino la consumación de odios larga y profundamente estimulados, que según la magnitud que adquieran pueden asimilarse al concepto pero cuya esencia amoral es condicionante intrínseco de todo acto que importe desprecio y condena oprobiosa del diferente. Cosa que esclavitudes y explotaciones al uso patentizan sobradamente en un contexto de generalizada indiferencia ante lo que es inequívoca manifestación del mal como factor racional determinante. Medie o no la muerte como expresión extrema y propia del genocidio, el abuso y la subvaloración del ser objeto de agravio es, en todo caso, constitutiva de la naturaleza intelectual de aquel.
En un escrito que tituló “La cacería del otro”, Kapuscinski señala que “lo más agobiante es el desconcierto general de la opinión pública, la indiferencia moral, la incapacidad para reaccionar ante el mal. Estamos tan acostumbrados a él que ya perdió para nosotros todo valor de advertencia”.El mal, agrega, “se ha banalizado, adoptando una apariencia trivial y engañosamente corriente, al punto de fundirse completamente en nuestra vida corriente”.
“¿Habrá que creer que el rechazo del ‘otro’, y hasta la hostilidad hacia él, constituyen un rasgo inmanente de la naturaleza humana?”, se pregunta, puntualizando que “todas las ideologías del odio contemporáneo -nacionalismo, fascismo, stalinismo, racismo- han explotado esa debilidad que representa la aptitud humana para rechazar al ‘otro’ y especialmente al desconocido, sentimiento que algunos poderes logran transformar en hostilidad y aun en disposición criminal”.
Los genocidios, afirma, “fueron organizados por gobiernos oficiales, en ejercicio legal del poder en el país, que se beneficiaron con la pasividad de la opinión pública mundial, lo que confirma la crisis de sensibilidad ética de las civilizaciones contemporáneas”.
Nuestras venas abiertas
¿Cabe asimilar a la forma genocida la indiferencia que, respecto del destino ignominioso de determinados sectores sociales, se evidencia en la realidad? La segregación, la discriminación por color u origen o credo, los procederes que entrañan tácito desprecio por la suerte de “otros”, suman siglos de existencia, transcurridos bajo la depredación y el exterminio sistemático padecidos por generaciones en América latina. En ella, nuestro país no es la excepción. Para nada.
No sólo porque somos parte de una común historia continental desde la conquista y colonización, sino que, escondidos o disimulados, subsisten y se alimentan patrones de conducta viciados de racismo. Reflejados comúnmente en referencias descalificadoras, cobran contundencia en las condiciones de vulnerabilidad social que crean la exclusión como efecto de la pobreza y el abandono, la precariedad laboral consecuente, la ignorancia de la ley protectiva y de derechos violados impunemente, entre otras cosas; hechos que Estado y gobiernos suelen convalidar con el silencio de ocupantes de confortables despachos. Más ocupados algunos en el usufructo político de la situación dada que en remediarla. Una de las cuestiones pendientes es la de los descendientes de los pueblos originarios, argentinos para más.
Vale, a modo de cierre, la cita de una frase de Charles Darwin: “Si la miseria de nuestros pobres no es causada por las leyes de la naturaleza, sino por nuestras instituciones, cuán grande es nuestro pecado”.
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