Por Nora Ginzburg
Si hacemos una reseña de lo ocurrido en materia de seguridad desde la recuperación de la democracia en 1983, veremos que todas las medidas adoptadas no han dado resultado y cada vez estamos peor. No hay duda que la criminalidad ha aumentado a nivel global, pero nuestro país se encuentra entre los que, proporcionalmente, más incrementa sus índices año a año.
Con los nuevos vientos de libertad se adoptaron criterios legislativos significativamente más benignos, que la mayoría de la comunidad apoyó, pero ellos no fueron acompañados con otras medidas que hubieran correspondido, por ejemplo, entre otras, una política penitenciaria acorde a los cambios legales, el aumento de los juzgados para agilizar los juicios, etc., lo que a la postre significó no sólo un mayor grado de impunidad y desmanejo, sino la instalación de una sensación generalizada de que todo se hacía favoreciendo al delincuente sin importar ya la víctima corroborándose, asimismo, que el delito crecía en cantidad y crueldad antes nunca pensadas.
Hasta que ello explotó con las marchas programadas por Juan Carlos Blumberg, cuyo hijo fue salvajemente asesinado, y la solidaridad de una gran parte de la sociedad que sentía que podía ser la próxima víctima. Cierto es que las modificaciones a la ley que el nombrado proponía tenía defectos técnicos, y que el aumento de las penas, al igual que la imposición de la pena de muerte, nunca trajo, en ningún lugar del mundo, aparejado la disminución del delito, pero lo que significaron estas manifestaciones, en algunos casos multitudinarias, era la expresión de la gente de encontrarse harta por semejante situación de indefensión.
De hecho, la mayoría de tales reformas legislativas no fueron aplicadas al ser declaradas inconstitucionales por la Justicia, con algunos argumentos valederos y otros no tanto, por lo que no sabemos si hubieran dado algún resultado positivo aunque, atendiendo a lo que he expresado anteriormente, presumo que no.
Pero lo que me interesa señalar es la posición que adoptó el oficialismo y gran parte de la oposición. A todos aquellos que acompañamos este reclamo de seguridad se nos consideró parte de la derecha fascista (como si en los estados de la llamada izquierda socialista y nacional se tratara benévolamente a los delincuentes). Todos pasamos a ingresar, sin distinciones, en esta categoría. Supuestamente, todos estábamos a favor de la pena de muerte, de la tortura; perseguíamos el acopio indiscriminado de los imputados por delitos en mazmorras sin ningún tipo de juicio o garantía.
Y así, mientras por una parte el Gobierno nacional sostenía que era una patraña, porque la inseguridad era una sensación, algunos opositores se mantenían alejados y callados (no vaya a ser que se los confundiera con defensores de la dictadura), mientras los otros, los llamados “progresistas”, los que supuestamente tenían sensibilidad humana por los delincuentes (aunque las víctimas pasaran a ser personas de segunda clase), de alguna manera lograron ocupar la escena e impidieron que pudieran establecerse cambios tendientes a paliar la inseguridad y el delito. Llegaron hasta a dar la impresión que, de alguna manera, consideraban que Axel Blumberg estaba bien muerto porque no sé cuántas cosas achacaban a su padre, fueran o no ciertas.
Algunos, tiempo después, hasta declamaron “haberse hastiado de la diferencia entre derecha e izquierda”, y ahora se llenan la boca hablando de la inseguridad cuando, hasta hace poco, querer debatir el tema era sinónimo de sostener la represión ilegal. Por su parte, pareciera ser que el Gobierno nacional se convenció de que no se trataba de una sensación inventada por los medios, procediendo a crear el Ministerio de Seguridad, para seguir en una inacción frustrante.
Pero, mientras unos nos desgañitamos durante años hablando de la falta de radarización de nuestro espacio aéreo que alcanzaba sólo al 13%, en tanto que el control del tráfico aéreo no superaba el 35%, sosteniendo que era urgente adoptar medidas de distinta índole para parar la criminalidad e inseguridad en que se vivía, los “otros”, los “piadosos”, nos enrostraban la situación de marginalidad en la que vivía una gran cantidad de imputados de delitos, por lo que hasta que no se solucionara ésta nada podía pretenderse y cualquiera que, aún reconociendo tal injusta situación, pretendiera otra salida “en el mientras tanto”, no dejaba de ser un despiadado “facho” al que, en consecuencia no cabía siquiera tenérselo en cuenta. Se nos decía que siendo mayor el número de víctimas por accidentes de tránsito o de mortalidad infantil por desnutrición, estas debían ser las prioridades, transformándonos en desalmados a quienes nos preocupaba también la inseguridad proveniente del delito.
Este fue el maniqueísmo implantado: o estábamos con la mano dura o éramos únicamente garantes de los derechos de los delincuentes. Ninguna otra posibilidad se aceptó y así llegamos al presente. No es sólo responsabilidad de los sectores estatales, sino también de una gran parte de la oposición que, aunque con distintos argumentos, ambos congeniaron para que se produjeran las nefastas consecuencias que hoy advertimos.
EL DELITO
El relato anterior nos permite inferir que llegamos al presente, donde reina una confusión que hace que nadie entienda nada, y de esta manera se aprovechan y solazan quienes dicen sostener el Derecho Penal Liberal o la Teoría Garantista, que de ello no tiene nada y, por el contrario, su fundamento primordial es el simple abolicionismo.
Antes que nada debemos aclarar que el delito es un hecho multicausal, en el que confluyen características biológicas, sicológicas y sociológicas.
Y, respecto a estas últimas, no hay ninguna duda que la pobreza, la exclusión y la marginalidad son causas eficientes e indudables de la delincuencia, y el aumento y disminución de estas circunstancias intervienen a su vez con muchísima influencia en el crecimiento o baja del delito. Pero no es la única causal, de lo contrario todos aquellos provenientes de familias indigentes y destrozadas serían malhechores y, por el contrario, si proviniesen de núcleos familiares ricos y bien constituidos serían virtuosos. Esta no es la verdad, aunque sí debemos reconocer que ante situaciones de abandono, carencia de alimentación, educación, salud y otros factores de desamparo se ponen en movimiento en mayor grado los factores biológicos y sicológicos de las personas que los hacen propensos al delito.
A ello debemos sumar una pérdida importante de valores y límites en el conjunto de la sociedad, como el reconocimiento de la autoridad, que tal vez por el recuerdo de nefastas épocas pasadas, lleve a no diferenciar con el autoritarismo. Y otro tanto podemos decir en relación a la libertad y el libertinaje.
También, la destrucción de la familia con el consecuente mal manejo de estas situaciones y la violencia intrafamiliar, no derivada siempre de motivos económicos, sino las más de las veces de razones puramente emocionales que son las que siempre más afectan, aporta un mensaje negativo importante a este panorama desolador.
Los comentarios de este artículo se encuentran deshabilitados.