Por Edith Michelotti (*)
Desde la cima de la escalera ascendente
que es la vida, el repaso de las marcas en los peldaños inferiores,
se impone. Obviando lo personal, lo profesional, lo laboral, quiero
analizar lo que hemos hecho socialmente las personas de mi
generación, para bregar por un mundo con equidad, paz, libertad y
justicia. Honestamente, no me siento orgullosa de los resultados
obtenidos. No debo colocar a todos en la misma bolsa ya que algunos
no han hecho casi nada y otros han hecho mucho, como los Laureano
Maradona, los Mandela, o las Margarita Barrientos. A las pruebas me
remito. Entonces siento un poco de vergüenza. Nos llegan las
noticias de corrupción, muertes de niños, de jóvenes, femicidios,
asaltos, robos, y damos vuelta la página del diario, o hacemos un
click relajante, en búsqueda del gol, del baile o la mediocridad de
la farándula. Y no vemos, pero no por eso dejamos de saber, las
atrocidades que suceden cada día, desde las más simples a las más
graves, donde la falta de respeto, el deshonor y el desprecio por la
vida llegan hasta límites extremos como el crimen solitario u
organizado. Donde los jueces, nos asustan haciéndonos sentir que la
justicia suele ser aplicada según los códigos personales de cada
uno, donde los alumnos pretenden imponer a los maestros como debe ser
la educación, donde la violencia es la respuesta de los incapaces, y
la mayoría no sabe si respeto se escribe con z o con s. Los que sí
sabemos qué es el respeto, llevamos implícito el compromiso de
conservarlo. Nos queda la sensación, y esta vez sí es una
sensación, de que no podemos hacer nada. De que todo es demasiado
complejo y difícil para que podamos solucionarlo los ciudadanos de a
pie.
Y resignados hacemos malabares para subsistir con magras
jubilaciones, soportamos el maltrato de los PAMI del país, vemos
morir nuestros niños y nuestros jóvenes, observamos que los
corruptos integran los espacios de la izquierda, el centro y la
derecha. Que la justicia es lenta a propósito, porque sino, tendría
que ser justa. Retomo, y pregunto: ¿el horror se ha instalado entre
nosotros y seguimos como si no existiera, cruzando los dedos para que
no nos toque muy de cerca? La desdichada respuesta positiva abre paso
a otra pregunta que se impone: ¿No podemos hacer nada?
Me niego a
creer que estemos muertos en vida. Aún palpitan las ansias de
libertad, paz y justicia por mis venas y seguramente por la mayoría
de las de mis contemporáneos. Despertemos amigos de la generación
de los 40 y los 50, la más maltratada de todas las que recuerdo.
Convivir con el horror, no es normal. No permitamos que lo sea.
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