Por Dr. Enrique J. Marchiaro
La Argentina tiene la Constitución más vieja de Latinoamérica, para algunos ello sería un lastre a superar mientras que para otros un motivo de orgullo. Desde su sanción en el período 1853 (aprobación de la carta magna por los convencionales en la ciudad de Santa Fe) 1860 (cuando se incorpora la Provincia de Buenos Aires) pocas veces se la ha reformado en lo sustancial, destacándose las convenciones de 1957 y 1994.
La reforma de 1949 quedó sin vigencia y no porque la derogó el régimen militar de la Revolución Libertadora en 1955 sino porque la convención constituyente de 1957 dispuso que la Constitución vigente era la de 1853 con sus reformas de 1860, 1866 y 1898. La reforma de 1957 sólo produjo un artículo, el famoso “14 bis”.
La reforma de 1994, sin ninguna duda, la que mayor consenso logró en la historia nacional y produjo la modificación más trascendente de la parte orgánica y dogmática. Una reforma que permite que nuestro sistema jurídico se pueda desarrollar de cara a los nuevos retos que la sociedad actual reclama, sobre todo hacia futuro. Los derechos humanos y su expansión en todos los planos sólo es posible por el artículo 75 inc. 22 incorporado en 1994.
Cuando se habla de un cambio de la carta magna nacional generalmente un primer tema agota la cuestión, que es la remanida reelección del presidente, la que desde ya es antirrepublicana por definición y no vale la pena siquiera analizar. Luego temas de tipo organizacional que son siempre opinables, como un posible giro hacia el parlamentarismo, una mayor regionalización, cuestiones vinculadas al poder judicial y órganos de control. Finalmente y esto es muy raro que aparezca, la necesidad de una reforma para profundizar cambios en materia económica, social y política.
Nuestra Constitución no establece un programa económico sino grandes líneas que permiten precisamente que se vaya de un extremo al otro sin que ello implique violar la constitución: estos extremos esquemáticamente son los del liberalismo por un lado y del estatismo y aún del socialismo por el otro. Los nombres actuales de estas corrientes son otros pero para ubicarse rápidamente apelamos a estos.
La realidad, por cierto es mucho más compleja que estos arcos ideológicos esquemáticos pero que en el terreno de las grandes orientaciones colectivas tienen su razón de ser y que sin duda nuestra carta magna permite que democráticamente se opte por una u otra.
Los programas económicos dados en el S. XX y el actual están dentro de estos márgenes, por lo que no fue inconstitucional el programa de Menem ni el de los Kichner. Si algunas de sus consecuencias fueron y son inconstitucionales, pero ello no alcanza para impugnar la base de estos programas.
Nuestra Constitución tiene una ideología liberal-social (1853-1957) y del estado social de derecho (1994). No es ni remotamente una constitución liberal sino una constitución que sin negar su origen liberal le adiciona lo social y lo amplia luego a lo que se denomina estado constitucional o estado social de derecho (construcción europea de postguerra donde el Estado amplia sus facultades pero sin negar el rol que el mercado debe jugar, todo ello teniendo a la Constitución como centro).
Decir que la actual carta magna no permite profundizar el actual modelo es casi infantil, salvo que el actual modelo quiera avanzar en cuestiones como límites muy severos a la propiedad privada lo que ni remotamente se avizora.
Entonces, todo vuelve al primer punto: es muy probable que la cuestión del modelo a nivel constitucional sea una excusa o un discurso de tribuna para enmascarar la reforma única que quiera hacerse, que es la reelección indefinida o bien un régimen parlamentario que permite la puesta de un primer o primera ministro indefinidamente.
Pero como este régimen se parece al de Menem en estos puntos -es un populismo de izquierda, el otro lo fue de derecha- tal vez esté pasando lo que en 1999: amagar con la reforma para no quitarle poder al presidente de turno, lo que implica tirar un problema para adelante (que es el histórico problema del peronismo en el poder, es decir, organizar su sucesión sin depender de un líder por encima de las instituciones). Y de paso, vale decirlo, flaco favor se le hace al respeto constitucional amagando con una reforma en la que no se cree de antemano.
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