Por Vicente Ceballos
¿Respetan al ciudadano los gobernantes? Asumido que nuestra existencia transcurra en el marco de un orden jurídico republicano y democrático, la pregunta plantea una cuestión de significativa importancia que, a su vez, da pie a un segundo interrogante: ¿Por qué tantos políticos reivindican en las campañas electorales derechos ciudadanos reconocidos constitucionalmente y defraudan después, ya en funciones, sujetándolo al resultado de decisiones inconsultas?
Admitido que no delibera ni gobierna sino a través de sus representantes, el ciudadano, en tanto sujeto de derecho y además contribuyente, no es tenido en cuenta mayormente a la hora de medidas políticas de gobierno Ni mencionar las trascendentes, aquellas que lo atan a compromisos a futuro, referidos estos, por ejemplo, a obligaciones dinerarias que se contraen y por las que deberá responder, quiera que no, él y sus descendientes. Sin contar los gastos que resulten del champán y los bocaditos de salmón con que culmine la firma de los protocolos del caso.
Tanto puede tratarse del destino que se dé a los dineros públicos como de formas de gestión viciadas por prácticas autoritarias y la ignorancia de la norma, el cuadro de situación que prevalece revela que el ciudadano-contribuyente no sólo es mero espectador, aun cuando aleguen sus delegatarios que actúan con su consentimiento, sino que, contrariamente a lo que cabría esperar, generalmente tampoco recibe explicaciones consistentes y acreditadas debidamente sobre lo operado y los costos. Viene al caso reparar en la aversión a los controles de gestión que evidencian tantos administradores, llegándose en casos al bastardeo de los organismos estatales de verificación de las cuentas públicas, condicionando sus funciones a intereses y fines del poder.
Tan grave y lesivo como ello es la comprobación de la injusticia que representa el hecho de que la carga fiscal del Estado esté desplazándose de los ricos hacia las clases medias y asalariados, es decir, el universo que constituye la mayor parte de la ciudadanía. Esto es, que los que menos tienen tributen más, que se grave el consumo con el 21%, al ingreso producto del trabajo personal y que, al par, se exima a la especulación financiera y no se combata con rigor la evasión y el lavado de dinero. Por mencionar sólo algunos de los costados de un desigual tratamiento impositivo.
¿Es, por lo tanto, el ciudadano-contribuyente el gran marginado en la historia de su relación con el poder político? No hay mayores dudas acerca del pronunciado déficit de confianza que sobrenada en una conflictiva realidad , alimentada, entre otros agravios, por reiterados escándalos centrados en manejos irregulares de fondos públicos que rara vez, o nunca, son aclarados en profundidad y alcances, dilatándose los procedimientos judiciales abiertos hasta la prescripción y olvido de las causas de las defraudaciones perpetradas. De lo que es deducible el nivel de la corrupción y la impunidad que la posibilita.
“La idea generalizada de que los funcionarios que ejercen los poderes del Estado son corruptos, que roban y desvían los recursos del erario, produce en el ciudadano una sensación de impotencia que se traduce en desinterés”, explica Benjamín Gallegos Elías, economista mexicano, en un estudio sobre el ciudadano-contribuyente. “La percepción social es que en materia de tributación se legisla al margen y con frecuencia en contra de los intereses de la sociedad, en beneficio de los grupos de poder, al tiempo que no se perciben beneficios del gasto social”, agrega.
El evidente desinterés ciudadano por la política pone en riesgo la sustentabilidad del ideal democrático, que, más allá del voto, necesita de la participación activa y sostenida de la gente en las cuestiones de interés público. Del debilitamiento de la confianza en los representantes institucionales, responsables en gran medida de la cada vez más pronunciada brecha de su aislamiento con respecto a los mandantes, deviene la crisis, para nada coyuntural tal como está planteada, de la relación pueblo-gobierno. El resultado es la exposición del sistema al peligro de su captación y aprovechamiento por grupos o sectores que, bajo el paraguas de la formalidad institucional, terminen consolidando un régimen autocrático. O sea, una democracia sin demócratas, funcional a los intereses concentrados política y económicamente que predominan en detrimento de los del ciudadano y contribuyente. Una suerte de pato de la boda.
José Luis Machinea, secretario ejecutivo de la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL), plantea en un documento estos interrogantes: “¿Cómo promover mayor disposición a contribuir al bienestar general por vía tributaria si los actores sienten que el gasto social no mejora la equidad, no rescata de la pobreza y carece de transparencia y efectividad? ¿Cómo hablar de cohesión social en sociedades donde la negación del otro ha sido la regla por décadas o siglos, permeando la cultura política y cívica?”.
Se sabe cómo recuperar el necesario equilibrio de la relación social, hoy precarizado en términos alarmantes. Una condición insoslayable para lograrlo es respetar el estado de derecho, asegurar el orden jurídico, la institucionalidad y la transparencia funcional.
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